El vestíbulo principal del palacio nunca le había parecido tan largo a Mariana. Cada paso resonaba contra el mármol mientras caminaba hacia la entrada, su corazón latiendo un ritmo irregular que no tenía nada que ver con la falta de sueño. Sofía. Aquí. En Alzhar.
No habían hablado en tres meses. La última conversación había terminado con gritos por teléfono, acusaciones mutuas, y finalmente, un silencio que ninguna había intentado romper. Y ahora su hermana estaba al otro lado de esas puertas, sin aviso, sin explicación.
Las puertas se abrieron y ahí estaba ella. Sofía Mendoza, de pie en el umbral con la postura perfecta que había cultivado desde que tenía dieciocho años, cuando decidió que ser abogada significaba parecer intocable. Llevaba un traje sastre gris que probablemente costaba más que el salario mensual de Mariana como niñera, el cabello negro recogido en un moño tan apretado que debía dolerle, y esos lentes de diseñador que usaba como armadura.
Por un momento, ninguna se mo