El atardecer caía sobre el palacio, tiñendo las paredes de un dorado intenso que se filtraba a través de los ventanales. Khaled observaba desde su despacho cómo el sol se despedía lentamente, hundiéndose en el horizonte de Alzhar. Sus dedos tamborileaban sobre el escritorio de caoba mientras su mente divagaba, no en los documentos que tenía frente a él, sino en ella. En Mariana.
Habían pasado semanas desde aquel beso robado en el jardín, desde aquella confesión a medias que quedó suspendida en el aire. Desde entonces, ambos habían mantenido una extraña danza de miradas furtivas y conversaciones interrumpidas, como si temieran nombrar lo que flotaba entre ellos.
"Ya es suficiente", murmuró para sí mismo, incorporándose de su asiento con determinación.
El jeque se acercó al espejo que colgaba en una de las paredes y observó su reflejo. Sus ojos, habitualmente fríos y calculadores, ahora revelaban una vulnerabilidad que pocos habían visto. Se pasó una mano por el cabello, intentando orden