Capítulo 3
Al la mañana siguiente, procuré maquillarme con esmero. En los últimos momentos de mi vida, solo quería verme bonita.

Sin embargo, lo estuve esperando en la oficina del Registro Civil. Pero nunca llegó. Ni siquiera respondió mis llamadas.

Entonces me comuniqué directamente a Emilia:

—¿Benjamín está contigo? ¡Dile que venga rápido para el divorcio!

Desde el otro lado de la línea se escuchó la voz muy furiosa de Benjamín:

—Bella, ¡no seas descarada! Si firmo, ¡más vale que no te arrepientas!

—Si me arrepiento, ¡me comeré mis palabras! —respondí, tranquilamente—. Sé que no quieres venir y enfrentarme, ¡porque eres un cobarde!

Y, efectivamente, aunque a regañadientes y para no herir su orgullo, Benjamín finalmente llegó.

El proceso fue rápido, sin complicaciones, y al ver por fin el certificado de divorcio, me sentí aliviada. No quería que el nombre de Benjamín quedara ligado a mí, ni siquiera en mi lápida.

Sin poder evitarlo, sonreí, mientras que el rostro de Benjamín se oscurecía cada vez más.

—Bella, eres increíble, ¡hasta sonríes! ¿Acaso ya tienes otro? ¿Sabes qué? Haz lo que quieras y no involucres a mi hija. Dentro de unos días iré a recogerla al hospital, y, si te atreves a buscar problemas, ¡te las verás conmigo!

Emilia se volteó y me sonrió como si fuera una triunfadora. Parecía muy satisfecha de haberse quedado con la basura que yo ya no quería.

«Benjamín, ya no podrás ver a tu hija, porque murió el día en que Gloria renació», pensé. «Quizás deberías alegrarte de no tener que pagar manutención»

Sin decir más, regresé al lugar que alguna vez había llamado hogar. Tomé mis cosas y las de mi hija, llevándome todo lo que podía y lo que no… lo rompí.

Conforme pasaban los días, me debilitaba cada vez más. Solo con recoger estos objetos ya me sentía fatigada en exceso.

La razón por la que insistí en el divorcio e intenté borrar todos los rastros de él era simple: ya no quería volver a verlo, ni quería que tuviera nada mío.

Incluso respirar el mismo aire que él me resultaba repugnante.

Ese mismo día, reservé un billete de avión y, con poco equipaje y la urna con las cenizas de mi hija, me fui a la casa de mi mejor amiga.

Quería regresar a mi hogar, ya que, desde que me había casado con Benjamín y vivíamos lejos de mis padres, nadie los cuidaba y no estaban en buen estado de salud.

Cuando los llamaba, siempre me daban buenas noticias, ocultándome cualquier problema. Hasta que, un día, una gripe se los llevó a ambos. Desde entonces, me daba miedo regresar, porque sabía que el dolor de ver el hogar vacío sería insoportable.

Mi mejor amiga maldijo a Benjamín, mientras lloraba por mi lamentable estado de salud.

Yo, mientras tanto, me debilitada con los días, y la fatiga comenzó a reflejarse también en el rostro de mi amiga.

De repente, me sentí algo arrepentida. Tal vez no debí haberla molestado. Quizás, debería encontrar un rincón solitario y esperar la muerte en paz, sin causarle problemas a nadie.
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