Ahora no tenía contactos, no conocía a nadie en este lado de la ciudad más allá de la breve interacción con el panadero y el dueño de la tienda de tela. Mi única pista era la dirección que me había dado el anciano panadero sobre la señora María , que vivía en la esquina de su calle. Con esa pequeña esperanza y el peso tranquilizador de mis joyas y monedas ocultas, regresó al barrio donde había conocido a Conan por primera vez. Caminaba con la cabeza gacha, intentando pasar desapercibida, pero la sensación persistía. Sentía que alguien me seguía, una sombra invisible a mi espalda, una incomodidad que me hacía girar la cabeza una y otra vez. Cada vez que lo hacía, no veía nada. Era como una paranoia, una secuela de la traición de Conan y la exposición ante el mayordomo.