XLIII Loca y repugnante

Diez de la mañana, consulta del psicólogo. Magnus lamentó haber dejado marcas en el impecable piso con su silla de ruedas. Era un crimen mancillar tan reluciente superficie, donde incluso podía ver su reflejo en la brillante cerámica.

El psicólogo le dio una muy grata primera impresión. Su rostro, perfectamente rasurado, denotaba una calma envidiable. Ningún cabello sobresalía de su peinado ni arrugas había en su camisa. Se sentó frente a Magnus, con su libreta de notas y una pierna sobre la otra. Llevaba pantuflas. Los zapatos estaban en un mueble en la entrada, como el que había en su casa.

Sólo el aroma a limpio ya hacía a Magnus sentirse mejor, cuánta razón había tenido Bea sobre la terapia. Distinguía una leve esencia a cloro en los pisos, lavanda más arriba, en los muebles y el inconfundible aroma a amonio cuaternario en el tapete de la puerta.

—Cuéntame, Magnus. ¿Por qué has decidido venir a verme?

—Fue idea de mi esposa. Tengo algunos hábitos que no son de todo su gusto y que
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