GUERREROS DE MIDGARD
GUERREROS DE MIDGARD
Por: Demian Faust
EL VALLE DE LOS DRAGONES primera parte

Mi espíritu se removió inquieto, a medida que retrocedía en el tiempo a periodos recónditos, profundos, perdidos en los incalculables abismos cronológicos. Retrocedí era tras era, más allá del alcance de la ciencia, donde sólo la sangre guarda memoria; aunque fuera la entumida y envenenada sangre de los modernos humanos.

 Cuando finalmente mi mente llegó hasta una encarnación previa, cuya consciencia rudimentaria desperté aletargada, me encontraba en un mundo primitivo hace incontable cantidad de eras. Cuando la humanidad era muy joven, un fenómeno reciente, nuevo y surgido súbitamente. En una época en la cual había aún continentes enteros sin que un pie humano los hubiera pisado. Parajes enormes y gigantescos donde jamás se había visto un hombre, y exuberantes bosques y selvas vírgenes dentro de las cuales se ocultaban todavía civilizaciones enteras de antiguas criaturas más antiguas que el hombre por muchos eones.

 Era en esta desolada tierra inhóspita donde vivía mi alterego en aquella remota época absorbida por las más negras penumbras del tiempo y la memoria. Me llamaba Manu y era un hombre cuya enorme musculatura hubiera hecho trizas a cualquier físico-culturista moderno. Alto, de casi dos metros, robusto y fornido, de hombros anchos y cabellos negros y largos muy lacios. Mis ojos eran azules y mi piel, aunque cobriza por el efecto del sol mediterráneo, era blanca. Sólo un taparrabo de piel de lobo cubría mi cuerpo.

 Mi tribu era una sociedad primitiva de pueblos humanos que habían apenas llegado a territorios europeos unas cuantas generaciones en el pasado. Vivíamos en tierras cercanas al gran mar, el ahora llamado Mediterráneo, que debido a la era glacial en aquella época pasaba congelado la mayor parte del año y estaba rodeado de tierras nevadas. Era una tribu nómada que frecuentemente migraba en busca de nuevas tierras para cazar y recolectar, pero rara vez nos alejábamos del Gran Mar y pasábamos mucho tiempo afincados en lo que hoy es Francia, España e Italia en cavernas guarnecidas o tiendas confeccionadas con palos y pieles de animales cazados, por lo que nos llamábamos la tribu dhom que significaba “dueños”. La espesura de enormes estepas y bosques inexplorados nos rodeaba. La tribu vivía feliz pescando, cazando y recolectando sus alimentos. Y se volvió próspera y prolífica. Teníamos una treintena de familias en total, gobernadas por el Chamán, sabio anciano de largas y huelgas barbas blancas, que usaba una cornamenta de alce en la cabeza. Sostenía un largo tronco de madera como símbolo de su autoridad y liderazgo espiritual. Conocía cada secreto de la naturaleza, y su sabiduría le permitía dilucidar cada fenómeno natural y sobrenatural. Nos decía claramente como y cuando cazar, donde serían más efectivos nuestros esfuerzos por recolectar alimentos, y como curar la mayoría de las dolencias. Mi querida hermana menor Lilu era la aprendiza y asistente del Chamán y a pesar de ser adolescente ya tenía un avanzado dominio de los conocimientos chamánicos.

 Me enamoré locamente de su hermosa hija Iva. Una joven robusta y de cuerpo esbelto, cuyos largos cabellos rojos llegaban a su cintura. De piel blanca, muy hermosa y ojos verdes. Su atuendo, como el mío, cubría únicamente sus genitales. Sabía perfectamente bien que, como hija del Chamán, muchos de los guerreros y cazadores la ambicionaban, así que me di a la tarea de mostrar mi valor. Maté yo sólo a uno de los felinos que en tiempos actuales los científicos denominan como tigre dientes de sable o esmilodón. Aunque más que un tigre era como un robusto oso. Yo solo di caza a un mamut entero, que a pesar de que estaba ya viejo, seguía siendo una tarea increíble. Y cuando mi tribu estuvo en guerra con una tribu de extrañas criaturas de tres metros totalmente cubiertas de gruesos mechones de pelo castaño —supongo que eran gigantopithecus o lo que actualmente conocemos como yetis— mi fortaleza en batalla contra tan temibles y poderosas criaturas quedó demostrada con creces.

 Así, el Chamán accedió a darme a su hija en matrimonio. Nos casamos en medio de una hermosa ceremonia espiritual, dando gracias a la Tierra y compartiendo alimentos frescos. Mi hermana Lilu le peinó los cabellos a Iva con hermosas y perfumadas flores. Dejamos valiosas ofrendas para los dioses y los espíritus de la floresta. Esa noche, sin embargo, bajo el cielo estrellado, mi tribu se calentaba por medio de una fogata y comían carne de bisontes recién cazados y escuchaban atentos los relatos del Chamán, que narraban las feroces batallas que nuestros ancestros habían librado contra pueblos no humanos de características monstruosas y demoníacas, hacía ya muchas generaciones. Tiempos tan remotos —según el Chamán— que el abuelo del abuelo de su abuelo, era apenas un bebé cuando los sucesos ya hace mucho habían acontecido.

 Los que no se interesaban realmente en los relatos se dedicaban a otras actividades; madres amamantando a sus bebés, niños desnudos corriendo y jugando, adultos contando sus peripecias y hazañas en cacerías, etc.

 Yo por mi parte disfrutaba la intimidad con mi esposa en nuestra tienda, algo similar a una noche de bodas.

 Fue esa misma noche en que los ogros atacaron. Los llamábamos ogros, aunque los científicos modernos los llaman neandertales. Todo científico sabe que en su momento, nosotros los cromañones, y ellos los neandertales compartimos el mundo. Lo que no saben, claro está, es la furibunda guerra que se libró entre ambos pueblos. Cromañones y neandertales se masacraban mutuamente en constante conflicto, durante muchas generaciones. Poco a poco, nuestro conocimiento de las piedras talladas fue mayor y desplazó a los neandertales hasta extinguirlos. Lo que los científicos no saben es que los neandertales tardaron mucho en desaparecer y sobrevivieron lo suficiente para inspirar las leyendas de ogros y gigantes de las culturas históricas ¿o será que aún sobreviven en las montañas alejadas?

 Esa noche los ogros realizaron una incursión violenta. En medio de las penumbras nocturnas, sus potentes cuerpos merodearon sumidos en la oscuridad de la maleza aledaña. Casi con un brillo maligno, sus ojos refulgían de odio y sed de venganza.

 Súbitamente, nos atacó de improviso una incursión de unos cuarenta ogros que brotaron de entre la maleza. Eran seres de aspecto simiesco, cuerpos robustos y musculosos, encorvados, con un pelambre rojizo que les cubría casi todo el cuerpo, frente abultada y dientes amarillentos y sarrosos. Carecían de inteligencia y su comportamiento era verdaderamente brutal e incluso degustaban ávidos la carne humana…

 Con sus primitivas lanzas de madera afilada atravesaron al Chamán, pues sabían reconocer al líder instintivamente. Luego prosiguieron su matanza de mujeres y niños —pues atacaban a los más débiles primero— en medio de sollozos y alaridos de terror. Sin embargo, no eran tan tontos como para no atacar con bastante fuerza a nuestros aguerridos hombres.

 Todos los hombres tomaron sus hachas y sus lanzas con punta de lasca. La batalla fue feroz y encarnizada. Salí de mi tienda de inmediato y me uní a la lucha contra los cobardes monstruos. Su fortaleza era muy superior a la de un hombre, y los guerreros menos listos sucumbían ante estas criaturas pues, además, sus fornidos cuerpos eran difíciles de atravesar. La mejor estrategia de batalla contra los ogros era la inteligencia, como el Chamán nos enseñó. Debíamos responder a sus alocados golpes de lanza con movimientos de las nuestras bien pensados y estudiados. Debíamos herir las partes más sensibles y dolorosas, y además las más flácidas, como el cuello, los genitales o los costados. Pues sus enormes dorsos eran impenetrables escudos de carne y costilla.

 El número superior de los ogros pronto medró a mi tribu. Pude sacarles las entrañas a unos dos, y luego rebané el cuello de tres. Atravesé la cabeza de uno, y cuando hube terminado, recuperando el aire unos instantes rodeado de cuerpos convulsionándose y derramando sangre en el pasto, pude observar al jefe de los ogros —que generalmente era el más malo, cruel y violento de todos ellos— observándome con un odio recalcitrante en su corazón.

 A estas alturas de la guerra racial entre cromañones y neandertales, o entre hombres y ogros como la denominábamos en aquella era, los ogros llevaban ya la peor parte. Los humanos los habíamos ido arrinconando cada vez más a las tierras más infértiles y desoladas y nos habíamos ido adueñando gradualmente de los mejores terrenos y los más aptos para sobrevivir. Los ogros, sometidos a hambrunas y sequías, nos odiaban con un encono cada vez más fuerte. Su ira asesina los motivaba a matarnos de la forma más violenta y sangrienta que sus salvajes mentes les permitían imaginar.

 Para este momento noté que estaba solo. El resto de los hombres de mi tribu había sido asesinado, y no sabía —de entre los cuerpos tirados al suelo— si había algún sobreviviente. Mi amada tribu quedaría sumida en el olvido por miles y miles de años hasta que los modernos científicos descubrieran la cultura que ellos llamaron “musteriense” por su ubicación geográfica.

 Desesperado grité el nombre de mi hermana Lilu pero ella no respondió y la di por muerta junto al resto de mi clan. Sin embargo, los ogros habían sufrido sus bajas y sólo diez prevalecían.

Observé a mi esposa en la tienda. Nunca habíamos visto mujeres ogras, pero sabíamos que las había. Sin embargo, sabía también que el odio y la furia de los ogros los llevaba a consumar su venganza con actos de lujuria desenfrenada sobre nuestras mujeres prisioneras. Antes de permitir que mi esposa sufriera tan cruel destino hubiera preferido darle muerte. Pero opté primero por intentar escapar. Tomé una lanza adicional y se la entregué. La saqué de la tienda tomada de la mano y huimos hacia las lejanas estepas en el horizonte, perseguidos por cuatro de las feroces abominaciones.

Cuatro ogros no podían dar alcance a dos humanos. Los ogros eran grandes y torpes, y muy pesados. Los humanos éramos listos y livianos. Corríamos como el viento y pronto los dejamos atrás.

 Pero temerosos de encontrarlos de nuevo, emprendimos un largo viaje esa noche, de muchas leguas, esperando comenzar una nueva vida y dejar atrás las tierras devastadas por los ogros.

 A la mañana siguiente descansamos, algo traumatizados aún por lo sucedido. Conseguimos alimentos e improvisamos unos lechos de leña y hojas en medio de un páramo desolado.

 Proseguimos nuestra marcha día con día, internándonos cada vez más en las profundidades del bosque. Descansábamos de noche y partíamos en las mañanas. Sin embargo la travesía era muy peligrosa.

 Acampamos tres días en la ladera de un río, rodeados por extensas zonas de boscosos páramos interminables y profundos. Éramos conscientes de que era muy difícil sobrevivir para una pareja sola sin la ayuda de una tribu en medio de ese basto paisaje montañoso. ¡Quien sabe que clase de criaturas se refugiaban en las profundidades del bosque amparados por la inaccesibilidad! Si las leyendas eran ciertas, aún moraban civilizaciones perdidas de monstruosos demonios que no eran ni lejanamente humanos, muchos más crueles y sangrientos que los ogros. Eso además de las bestias salvajes que merodeaban hambrientas dentro de los selváticos páramos, para las cuales los humanos de aquella época eran una presa más. Tigres dientes de sable y yetis —estos últimos pululaban entonces como un especie muy común. Aún antes de que los humanos asoláramos a los tigres dientes de sable, mamuts y rinocerontes lanudos hasta llevarlos a su extinción, y margináramos a los yetis hasta sus inescrutables refugios en la profundidad de las montañas. Y finalmente, otra amenaza a nosotros eran los propios humanos; tribus salvajes de humanos podían tratarse con gran crueldad entre si.

 Allí radicaba la tragedia que nos envolvía. ¿Cómo ser admitidos en otra tribu? Si los gobernantes eran inclementes, sencillamente me matarían y tomarían a mi esposa para ellos. Pero ella y yo pensamos que el riesgo de esto era mejor que vivir el resto de nuestras vidas en un constante estado de alerta y peligro.

 Divisamos a lo lejos una tribu de humanos, similares a nosotros aunque casi todos rubios. Urdimos un plan muy sencillo. Llevaríamos varios venados cazados hasta donde ellos, demostrando mis dotes de cazador y suculentas frutas frescas como ofrenda de paz. Si me observaban apto y útil a su tribu nos aceptarían y respetarían. De no ser así, me esperaba la muerte.

 Los extranjeros nos recibieron con recelosa hospitalidad. Aceptaron gustosos nuestros regalos, y correspondieron dándonos agua y comida en abundancia. No hablábamos su lengua pero en esos tiempos los idiomas eran muy sencillos y se componían principalmente de palabras monosilábicas que expresaban conceptos certeros. Entre el lenguaje corporal y la sencillez del idioma era fácil entenderse.

 Nos permitieron quedarnos con ellos una noche, aunque mi esposa y yo estuvimos alertas, durmiendo por turnos en caso de que hubiera alguna emboscada de por medio. No fue así, pero a la mañana siguiente nos dieron a entender que no podían aceptarnos como nuevos miembros porque éramos de distintas razas. Aunque nuestras diferencias en color de la piel y de cabello eran superficiales, para ellos eran rasgos significativos.

 Consultamos si sabían que había detrás del murallón de colinas al Norte. Con dibujos en el piso mostraron la figura de reptiles gigantes y nos dijeron que nadie de su raza iba por allí por un miedo atávico a la zona.

 Agradecimos su hospitalidad y nos fuimos con dirección a tan temido lugar.

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