Y me perdí de nuevo.
Es que... ¿escucharla decir eso? ¿Ver su reflejo? ¿Sentir cómo su concha me apretaba?
Me hizo trizas.
Me vine otra vez. Más duro. Más caliente. Más profundo. Chorros espesos e interminables de semen se dispararon dentro de ella, y no me saqué.
Lo enterré.
La sostuve ahí.
Le pegué la cara al cristal y le susurré al oído:
—Nunca te vas a escapar de mí.
No respondió. No podía. Su boca solo se abrió en un gemido silencioso. Su cuerpo temblaba. Sus rodillas flaquearon. Y yo la sujeté. Porque eso es lo que hace un buen Papi.
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Estaba temblando. Chorreando. Con las piernas inútiles. El pecho jadeante. La cara pegada al espejo como si estuviera demasiado perdida para siquiera respirar si yo no se lo permitía. Mi semen se le estaba saliendo de la vagina de nuevo.
Tanto.
Lechoso. Espeso. Caliente. Se deslizaba por sus muslos en rastros pegajosos y empapaba el suelo debajo de ella. Y yo me quedé parado, con la verga aún dura, las manos en sus caderas, viendo su reflejo estr