—¡No me hagas esto, maldita sea, Damián!
Tropecé tras él. Mis muslos estaban pegados. Todo mi coño palpitaba. Mi vestido se aferraba a mi cuerpo como una segunda piel. Mis pezones seguían mojados por su maldita boca y cada paso que daba se sentía como una tortura.
—¡Damián! —grité, mi voz quebrándose como mi autocontrol—. ¡Damián, qué carajo!
Él no respondió. Ni siquiera me miró.
Llegó al auto primero. Abrió la puerta del pasajero de un tirón. La cerró con tanta fuerza que hizo que todo el vehículo se sacudiera.
—Damián, por favor. Por favor —seguí, sin aliento.
Rodeó la parte delantera del auto, la mandíbula apretada, los dientes rechinando como si estuviera a segundos de explotar. Y lo hizo.
Abrió su puerta, la cerró de golpe tras él y agarró el volante como si fuera lo único que lo mantenía de girarse y destruirme en el acto.
Lo alcancé. Mi mano apenas rozó su hombro cuando él gruñó. Bajo. Peligroso.
—Si no te callas y esperas, gatita —espetó—, te follaré aquí.
Mi corazón se detuvo.