Mundo ficciónIniciar sesión❝♡ Leah ♡❞
Tomé una pijama de satén azul y caminé hacia el baño, decidida a desestresarme un poco. El calor que hacía afuera me había sofocado antes de entrar, sumado a la discusión de esta mañana y a la de hace apenas unos minutos, por lo que un baño con agua helada no me sentaría nada mal. Mientras mi cuerpo se relajaba bajo las caricias del agua fría, mi mano no dejaba de rozar mi vientre apenas visible. Recordé la primera vez que entré a esta habitación: pertenecía a la señora y al señor Russo, cuando su matrimonio aún no se basaba únicamente en un título, cuando en verdad se amaban y compartían este espacio. También había escuchado la historia de cómo este lugar lo derrumbó todo: cómo una empleada se acostó con el padre de mi esposo, y cómo la señora Russo no soportó la idea de que el hombre a quien más amaba —además de sus hijos— la hubiera traicionado. Ahora parecían encontrarse un tanto mejor, o al menos eso aparentaban cada vez que asistíamos a eventos importantes. No sabía si seguían juntos solo por apariencia o si realmente habían logrado recuperar poco a poco lo que alguna vez tuvieron. Pero yo estaba segura de que yo no podría hacerlo. Mi confianza había sido herida… y junto con ella, mi corazón. —Siempre me gustaron tus pechos, sobre todo tus pezones color café —escuché de repente la voz de mi enigmático marido. Casi grité, de no ser por su mano cubriéndome la boca. —Cálmate —susurró cerca de mi oído—, solo soy yo. Lo miré con desdén, saliendo rápidamente de la tina. Me cubrí con mi bata blanca y lo observé de pies a cabeza, notando las fachas que traía: la camisa abierta, sin corbata y sin pantalones. Seguramente se preparaba para meterse a la tina conmigo… o, más probablemente, se había estado revolcando con alguien más y al entrar al baño para continuar con sus “actividades”, me encontró ahí. —Me gustaría algo de privacidad —dije secamente, cruzando los brazos para cubrirme mejor. Me abrazaba a mí misma, sintiendo el frío del aire acondicionado que no recordaba haber encendido. —Bueno, compartimos habitación y baño nuevamente —respondió con tono burlón—, así que será difícil que tengas privacidad. Además, conozco tu cuerpo de pies a cabeza, así que no hay nada de qué preocuparse. —Sonrió con malicia, haciendo que me recorriera un escalofrío de náusea y enojo. —Bien —murmuré con un suspiro cargado de fastidio. Salí del baño dejándolo solo para que se bañara. Me vestí con la pijama que ya había preparado y bajé las escaleras, explorando con curiosidad el primer piso. Me entretenía observando la remodelación del lugar, los nuevos muebles, las paredes recién pintadas… hasta que me encontré con Dante, que terminaba de hablar por teléfono. —Señora Leah —dijo, acomodándose la camisa limpia de su uniforme. —Supongo que hablabas con mi padre —contesté con evidente desinterés—. ¿Qué planean exactamente? ¿Que seamos una pareja feliz nuevamente? Sabía que no era su culpa, pero aun así estaba tan molesta que necesitaba desquitarme con alguien, aunque fuera con un completo desconocido. —Lo lamento, señora Leah —respondió con educación—, no puedo darle información que no me es permitida. Pero entiendo su enojo, por favor mantenga la calma. —Suspiró suavemente y miró su reloj—. Ahora, si me disculpa… Su mirada se desvió detrás de mí, y por mero instinto me giré. Ahí estaba Samuel, de pie, fumando con total tranquilidad mientras me observaba de pies a cabeza. Llevaba unos pantalones cortos y una camiseta sencilla, ropa cómoda pero que realzaba su figura. Me miraba en silencio, con expresión analítica, como si intentara descifrar por qué estaba vestida de aquella forma. —Desde aquí puedo verte parte de las nalgas, además se te marcan los pezones —dijo con voz grave—. No sé por qué andas vestida así, menos sabiendo que hay hombres aquí. Ve arriba y cámbiate. Hice una mueca, intentando contener la risa, pero terminé soltando una sonora carcajada ante sus palabras. Arqueé una ceja y lo miré con descaro. —Yo me visto como se me dé la jodida gana. No es tu problema si lo hago o no. No eres nadie para decirme cómo debo vestirme, ni cómo debo andar en esta casa, ahora que viviremos durante seis meses aquí. —Bufé con enojo, dejando claro lo irritada que estaba. Él se quedó callado, demasiado molesto para responder. Su mandíbula se tensó, pero no dijo nada más. Simplemente se dio media vuelta y se marchó, dejándome sola con Dante y una incómoda sensación de vergüenza. —Lo lamento, Dante, por el comportamiento de mi esposo… —susurré, suspirando—. Él es algo… bueno, es un total idiota. Así que me disculpo por él. —Acomodé mi cabello, recogiéndolo en una coleta—. Bien, te dejo trabajar tranquilo. Disculpa todo lo que ha pasado. Hice una mueca leve y subí las escaleras con paso rápido. Tenía la necesidad de reclamarle, de decirle que dejara de comportarse como un imbécil y, al menos, mostrara respeto hacia las personas que trabajarían para nosotros de ahora en adelante. —¿Qué te pasa? —exclamé al entrar a la habitación—. ¿Cómo puedes tratar así a alguien que solo hace su… —¿Tan rápido te acostaste con él? —me interrumpió con voz dura, su pregunta me dejó helada—. Pensé que eras más difícil, pero al parecer estás tan desesperada por hacerme lo mismo que yo te hice, que te acuestas con cualquiera. ¿Sabes que tiene esposa? También dos hijos. Técnicamente estarías haciendo lo mismo que Susana hizo contigo al meterse conmigo, con tu esposo. Pero lo entiendo… —rió sin humor—. Aunque dudo que alguien pueda hacerte gemir como lo hago yo. Lo abofeteé con todas mis fuerzas. La furia me quemaba por dentro, y las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas. ¿Quién se creía este tipo? ¿Cómo podía ser tan cruel, tan insensible, como para soltar esas palabras sin pensar en cuánto me herían? Claro… ya lo sabía. No le importaban mis sentimientos ni mi dolor. Me lo había dejado claro con cada acto, con cada palabra. —¡No me vuelvas a hablar así! —grité con la voz quebrada—. ¡No soy tu jodida amante para hacer lo que ella hizo! No me he metido con nadie, y siempre he sido fiel a esta relación de m****a. No he abortado, y menos de una vez, como lo hizo ella. Si no puedes creerme, eres libre de preguntarle a tu padre… o a ella. —Mordí mi labio, intentando controlar la respiración acelerada—. Me importa muy poco si me crees, pero no vuelvas a dirigirte a mí como si fuera una cualquiera rompehogares. Ahora te dejo… reflexiona en todo lo que te dije. Samuel permaneció callado. Me miraba sorprendido, con la mano sobre la mejilla que acababa de golpear. Sabía que no esperaba algo así, menos viniendo de mí. Pero ahora lo tenía claro: sabía con quién se estaba metiendo, y entendía que era mejor que no volviera a hacerlo.






