A la hora de la cena, ella había bajado a cenar sin joyas, sin maquillaje, con un pantalón y una camiseta, toda de negro, y la melena rubia recogida en una cola de caballo.
Edward se preguntó si lo había hecho a propósito para reflejar su estado de ánimo. En cualquier caso, estaba igual de guapa que siempre.
Él pensó que era encantadora incluso cuando estaba enfadada, y bajó la vista a sus carnosos labios.
–Si no querías cenar, me lo hubieras comentado
–Quiero llevarme a Santi a casa –respondió ella de repente–. Mañana.
Edward volvió a mirarla a los ojos. Dejó la copa de vino. No estaba del todo sorprendido. La había visto cambiar de humor nada más llegar a la villa.
–Eso no va a ocurrir –le dijo sin levantar la voz.
Ella dejó el tenedor en el plato haciendo ruido.
–¿Somos tus prisioneros, Edward? –inquirió ella–. ¿Ese era tu plan? ¿Secuestrar a mi hijo?
–Voy a fingir que no he oído eso –le contestó él en tono tranquilo.
–¿Por qué? –volvió a preguntar Rossi, cruzándose de b