Nelson me miraba con ojos desorbitados mientras yo intentaba reanimar a mi padre, cuyo rostro se había tornado pálido y ya no tenía fuerzas para sostenerse en pie.
— ¡Papá! ¿Qué te sucede? ¿Por qué estás así? ¡Respóndeme, por favor! —grité, desesperada.
Mi padre se desplomó en el suelo, y la impotencia me invadió. Nelson, estaba allí, paralizado. Llena de coraje y miedo, lo señalé con el dedo tembloroso mientras le gritaba:
— ¡Es tu culpa! Tú eres el culpable de que mi padre esté así. Te juro que si mi padre le pasa algo, no te lo voy a perdonar jamás.
Mis sollozos resonaron por toda la casa, y en un instante, todos acudieron al jardín, alertados por mis gritos de desesperación. Mi madre llegó primero, y sus ojos se llenaron de horror al ver a mi padre tendido en el suelo, estaba muy pálido y frío, parecía muerto.
— ¡Pedro! ¡Pedrito! —exclamó, llevándose las manos al rostro—. ¿Qué te ha pasado? Por favor, respóndeme.
Me miró, buscando una explicación, pero yo estaba demasiado asus