Unos segundos después, Isabella escuchó el rugido del motor del auto encendiéndose afuera, mientras Max lo calentaba.
Sus quejas no cesaban mientras avanzaba con dificultad, jadeando y arrastrando la enorme maleta que contenía tanto su ropa como la de su esposo. Las manos le temblaban por el peso, y bajó los escalones con cuidado, temerosa de resbalar.
En el patio, Max estaba de pie junto a su auto con el maletero abierto. Cuando Isabella llegó hasta él, él le arrebató la maleta con brusquedad. Un suspiro frustrado escapó de sus labios.
Poco después, Adeline y Anna salieron para despedirse.
—¿Por qué tienen tanta prisa? —preguntó su madre, con el rostro cansado y demacrado.
—No se preocupe, mamá —respondió Max enseguida—. Volveremos a visitarlas cada dos días.
—Está bien, querido. Por favor… cuida bien de Bella, ¿sí? Es mi único tesoro —dijo su madre, con los ojos brillantes por las lágrimas.
Isabella sintió que las suyas amenazaban con caer, pero se obligó a no llorar. En lugar de es