Mundo ficciónIniciar sesiónLas imponentes puertas del salón de bodas se abrieron de par en par, y Isabella entró, con el corazón latiéndole con fuerza bajo las capas de seda y encaje.
El murmullo de los invitados se desvaneció en un leve zumbido. Filas de rostros familiares se fundieron en una sola imagen borrosa: parientes, amigos de su difunto padre, primos lejanos que apenas reconocía. Todos se giraron hacia ella, con los ojos brillantes de admiración y curiosidad.
La melodía de la marcha nupcial llenó el aire, pero ni siquiera la música logró ahogar el torrente de sangre que rugía en sus oídos.
Y entonces, se quedó helada.
Al final del pasillo, de pie junto al altar, había un hombre alto, de hombros anchos, facciones marcadas… y absolutamente imposible de confundir.
El pecho de Isabella se tensó.
Maximilian Martez.
¿Qué demonios hacía él allí?
Su mente giraba en espiral. ¿Martez… Maximilian Martez? ¿Aquel frío y arrogante director ejecutivo de la empresa asociada?
Debía de ser el hijo mayor de la familia Martez. ¿Cómo no lo había notado antes?
Pero entonces… ¿dónde estaba Miguel?
Una ola de inquietud recorrió su cuerpo. Algo no estaba bien.
—Ejem… ¡demos la bienvenida a la novia! —la voz del oficiante resonó, devolviéndola bruscamente a la realidad.
Los invitados aplaudieron con cortesía, sin notar la confusión que cruzaba por sus ojos. Isabella se obligó a respirar, a avanzar, aunque cada paso le pesaba más que el anterior.
Cuando llegó al altar, la mirada de Maximilian se clavó en ella. Sus ojos eran fríos, impenetrables, como dos fragmentos de obsidiana pulida.
—¿Qué haces aquí? —susurró Isabella, apenas moviendo los labios—. Tú no eres Miguel, ¿verdad?
—Miguel es mi hermano —respondió Maximilian con una calma insultante, como si hablara de negocios—. No pudo venir. Me casaré contigo en su lugar.
El corazón de Isabella dio un vuelco.
—¿Qué? —susurró, incrédula—. ¿Esto es una broma?
Él no parpadeó. —No es ninguna broma. Llámalo… un ajuste familiar.
El estómago de Isabella se retorció. ¿Un ajuste familiar? ¿Acaso era algún tipo de mercancía que podían intercambiar entre hermanos?
Maximilian se inclinó un poco, su voz descendiendo a un tono que solo ella pudo oír.
Durante un segundo, Isabella se quedó demasiado atónita para responder. Pero la sorpresa pronto dio paso a la furia.
Quiso gritarle, decirle que no era ningún accesorio de la familia Martez… pero entonces vio la sonrisa radiante de su madre en primera fila.
Era la primera sonrisa auténtica que le veía en años.
La garganta de Isabella se cerró.
—Señorita Hernando —susurró Maximilian, con voz cortante como el cristal—. Solo estoy haciendo esto porque mi madre me lo pidió. No esperes entrar a esta familia tan fácilmente. Dentro de un año, esta farsa terminará.
El pulso de Isabella se aceleró. —¿Un año?
Él ladeó la cabeza, una ligera sonrisa asomando en sus labios. —¿Demasiado tiempo para ti? Bien… seis meses, entonces.
Isabella apretó los puños, las uñas hundiéndose en sus palmas.
Él soltó una risa baja, cargada de burla. —¿No aceptaste este matrimonio solo para demostrar que eras digna de nuestra familia? Y ahora que he ocupado el lugar de Miguel, no pareces quejarte demasiado.
Los ojos de Isabella destellaron. —Basta, señor Martez —dijo con voz helada—. No sé qué hice para merecer tu desprecio, pero no soy tan despreciable como crees.
—¿Ah, no? —murmuró él, con la mirada fija en su rostro—. Todas las mujeres dicen eso. Hasta que necesitan algo.
Las palabras la golpearon como una bofetada.
Isabella contuvo el aliento. Quiso responder, lanzarle su arrogancia en la cara, pero la voz de su madre resonó en su mente: “Cálmate, querida. No armes un escándalo.”
Así que sonrió. Una sonrisa pequeña, calculada. Fría e inquebrantable.
—Entonces lo sabrás pronto —susurró—. No soy una de esas mujeres.
La ceremonia continuó.
La voz del oficiante llenaba el salón, solemne y distante, como si proviniera de otro mundo. Se intercambiaron los anillos, los votos se pronunciaron entre dientes. Los aplausos estallaron cuando sellaron sus promesas con una frialdad mecánica en la que ninguno creía.
Isabella permaneció allí, con el rostro inexpresivo. Ni un atisbo de alegría asomaba en sus ojos.
Tras la ceremonia, mientras el murmullo de risas y conversaciones se extendía por el salón, Isabella escuchó la voz suave de su madre.
—Isabella.
Se volvió, secándose disimuladamente el brillo húmedo que amenazaba con delatarla.
La señora Hernando tomó las manos de su hija con fuerza. Sus ojos brillaban entre el orgullo y algo más… alivio.
—Hija mía —empezó, con voz temblorosa—, ahora eres la esposa de Maximilian. Solo te daré un consejo: pase lo que pase, permanece al lado de tu marido. Sé paciente, sé amable. Un buen matrimonio necesita tiempo.
Isabella parpadeó, confundida. ¿La esposa de Maximilian?
—Mamá —dijo en voz baja, con un temblor apenas perceptible—, ¿tú sabías esto? ¿Sabías que sería él?
Su madre vaciló apenas un instante, pero ese gesto de culpa no pasó desapercibido.
La señora Hernando suspiró y apretó las manos de su hija.
Isabella se quedó inmóvil, sin aire. —¿Qué…?
—Ella estaba destrozada —continuó su madre, con la voz quebrada—. Pero me rogó que no dejara que todo se viniera abajo. Y entonces, Maximilian dio un paso al frente. Dijo que asumiría la responsabilidad. No quería deshonrar a ninguna de las dos familias.
Las palabras salieron atropelladas, mezcla de explicación y consuelo desesperado.
Isabella la miró incrédula.
El rostro de su madre titubeó. —No fue así, Bella. Piénsalo… ¿habrías preferido pasar por la humillación delante de todos? La señora Martez temblaba de vergüenza. Y cuando Maximilian se ofreció… pensé que quizá era el destino, dándote una oportunidad mejor.
—¿El destino? —repitió Isabella, con un nudo en el pecho—. Mamá, ni siquiera lo conozco. A Miguel apenas lo conocía, sí, pero al menos compartíamos recuerdos de la infancia. Pero este Maximilian…
—Lo sé —susurró su madre, limpiándole una lágrima—. Pero él no es como los demás hombres. Podría haberse marchado también… y no lo hizo. Eso dice mucho de él, ¿no crees? Responsabilidad. Honor. Quizá no sea fácil de entender, pero siento que hay bondad bajo esa frialdad.
Isabella se mordió el labio, conteniendo las lágrimas. La sinceridad de su madre dolía más que la ira.
—Bella, por favor —continuó la señora Hernando, su voz temblando con esperanza—. No veas esto como una desgracia. A veces, lo que parece un error al principio termina siendo lo que nos salva. Sé que Maximilian te cuidará… lo presiento.
Isabella bajó la mirada, la vista nublada. —¿Cuidarme…? —murmuró, con la voz vacía.
Su madre la abrazó con fuerza, como si quisiera protegerla de una verdad demasiado cruel.
Lágrimas cálidas se deslizaron por las mejillas de Isabella mientras se aferraba a ella. Las risas y el tintinear de copas se desvanecieron a lo lejos.
En ese momento, su mundo se sintió más pequeño… más pesado. Como un sueño del que no había elegido formar parte, pero del que ya no podía escapar.
Al otro lado del salón, Maximilian Martez la observaba en silencio, con expresión inescrutable.
Y cuando Isabella alzó por fin la mirada, sus ojos se cruzaron—chocando como dos enemigos que jamás habían cruzado palabra.
Dios… ¿cómo se supone que voy a vivir con un hombre tan egocéntrico?







