El salón, por un instante, quedó suspendido en un silencio espectral, como si el mundo entero hubiese dejado de girar. Pero la calma fue efímera.
El murmullo creció como una marea imparable, voces indignadas que se alzaban como cuchillas en el aire denso de la revelación.
—¡Era su hijo! Y ese hombre lo negó…
—¡Qué clase de padre hace eso! Ni siquiera fue a su funeral… ¡Pobre niño, murió sin el amor de su propio padre!
—Dicen que todo fue por una aventura con esa mujer… ¡Destruyó su familia por una calentura!
Kristal sintió esas palabras clavarse en su piel como agujas ardientes.
Un instante antes, ella era la mujer celebrada, la futura madre, la esposa del hombre poderoso.
Ahora, la veían como la amante, la intrusa, la arpía que había arrancado a un niño de los brazos de su padre. Su pecho subía y bajaba con rabia contenida. Apretó los puños hasta que sus uñas se clavaron en su propia piel.
—¡Mientes, Roma! —su voz tembló, pero se obligó a mantenerse firme—. ¡Toda tú eres una mentira