Luciana conoció al bebé casi un mes después de su nacimiento, cuando ya estaba por llegar a su séptimo mes de embarazo.

Durante todo ese tiempo, evitó visitarlo por precaución, temía que el pequeño Abraham pudiera enfermarse si algo le pasaba a ella o si llevaba algún virus.

Había sido difícil esperar tanto, la ansiedad la consumía por dentro, pero lo hizo por amor.

Y cuando al fin pudo sostenerlo en sus brazos, su corazón pareció detenerse un segundo.

Lo cargó con sumo cuidado, como si fuera de cristal. Abraham era tan pequeño, tan cálido, con esos ojos claros que brillaban como el cielo limpio de un día sin nubes.

Luciana no pudo evitar sonreír, mientras sentía que una oleada de ternura le llenaba el pecho. Su propia barriga se movió levemente, como si sus bebés dentro de ella también respondiera a esa emoción.

—Es perfecto —susurró Luciana, casi en un sollozo ahogado de felicidad.

Paulina la observaba desde el sofá con una expresión serena, conmovida al verla tan emocionada.

—¿Ya s