Enamorado de la Secretaria
Enamorado de la Secretaria
Por: Monn Star
Capitulo 1

He llamado durante  cinco minutos, pero no contestabas al teléfono –  Marcelo Alcantara para sus amigos y allegados Marc,  levantó la manga de su chaqueta para mirar el reloj–. No me gusta tener que vigilar a mis empleados. Pago muy buenos sueldos a la gente que trabaja para mí y espero recibir una compensación por todo el retrazo que ha causado al no responder  cuando te llame por la linea directa a tu buro, sabes que me gusta trabajar dentro de un horario definido, cualquier cambio fuera de la agenda planificada.

–Lo siento mucho, es que estaba en el archivo –intentó disculparse ella.

Marc miró con desdén el grueso abrigo gris que parecía haber comprado en algún mercadillo. Y, conociéndola como la conocía, se vio obligado a admitir que había muchas posibilidades de que así fuera.

Alejandra intentaba disimular su indignación. Por supuesto que había oído sonar el maldito teléfono. Y por supuesto, sabía que debería haber contestado, pero tenía prisa y estaba cansada de trabajar horas extras. Eran las seis menos cuarto, de modo que no había salido corriendo de la oficina a las cinco, como muchos de sus compañeros porque su jefe habia tenido que terminar un informe que bien podia dejar para el otro dìa.

–Que estés aquí porque mi madre me pidió que te diese trabajo –siguió Marcelo,con ese tono implacable que lo hacía tan temido en el mundo de las altas finanzas– no significa que puedas hacer lo que te dé la gana.

–Son las seis menos cuarto, de modo que está claro que no hago lo que me da la gana Señor Alcantara –protestó ella.

Pero cuando miraba a Marcelo su corazón se volvía loco. Había sido así desde que tenía doce  años y él dieciocho, a punto de convertirse en un hombre tan atractivo que todas las mujeres se volvían para mirarlo. ¿Cómo no iba a estar loca por él? Todas las chicas del pueblo estaban enamoradas del joven Alcantara, aunque él no parecía darse cuenta. Era el niño rico que vivía en la mansión en la colina y su educación en un exclusivo internado le había dado esa seguridad en sí mismo que para Alejandra era tan aterradora y tan excitante al mismo tiempo.

–Pero si es algo importante, imagino que puedo quedarme un rato más...

Marcelo  se apoyó en el quicio de la puerta, suspirando. Había sabido desde el principio cómo iba a terminar ese favor, ¿pero qué otra cosa podía hacer? Tres  años antes, su padre había muerto de manera inesperada, dejando tras él un completo desastre económico para la familia. Su padre era un hombre encantador, pero mientras él se dedicaba a jugar al golf para entretener a los clientes, su indeseable director financiero se había dedicado a estafarle grandes sumas de dinero.

Marcelo  estaba a punto de ir a la prestigiosa universidad de  Harvard para hacer un máster en Economía y Finanzas, pero como la fortuna familiar desaparecía a la velocidad del rayo había tenido que volver  para enfrentarse con una madre destrozada y una casa que ya no les pertenecía a ellos sino a los acreedores.

Daniela Alcantara, su madre, se había ido a vivir con  la familia del pastor del pueblo  que habían cuidado de ella durante los dos años siguientes, hasta que pudo alquilar una casita a las afueras del pueblo. Mientras tanto, Marc había tenido que abandonar sus planes de hacer estudios de postgrado y dedicarse a recuperar lo que habían perdido. Y cuando ocho meses antes su madre le había dicho que Alejandra , la hija del pastor, necesitaba un puesto de trabajo, Marcelo no había tenido más  remedio que buscarle un sitio en la oficina. El pastor y su mujer habían ayudado muchísimo a su madre en el momento que más lo necesitaba y gracias a ellos, èl se había sentido libre para iniciar una meteórica carrera profesional con la que apenas en poco tiempo después recuperaría la mansión familiar.

Pero en aquel rascacielos de acero y metal de la gran ciudad Alejandra Rios estaba claramente fuera de su elemento. La hija del pastor de una pequeña parroquia de pueblo, entrenada exclusivamente en labores de jardinería, no encontraba su sitio en aquel mundo de adquisiciones y fusiones empresariales.

–¿Elena  se ha ido?

Elena era su ayudante personal y Alejandra se compadecía de ella porque Marcelo era un jefe muy estricto. Se echaría a temblar si tuviese que trabajar con él a todas horas.

–Sí, se ha ido, pero eso no importa. Necesito que reúnas información sobre el tema Mendoza y compruebes que todos los documentos legales están ordenados.

Es un asunto muy importante y necesito que todo el mundo colabore.

–¿Y no prefieres a alguien con más experiencia? –se aventuró a preguntar Alejandra.

Incapaz de seguir mirando la alfombra, se atrevió a levantar la mirada y, de inmediato, sintió como si todo el oxígeno hubiera desaparecido de sus pulmones. Marc había heredado la complexión cetrina y el pelo oscuro de su madre y los ojos azules de su padre, un hombre inglés de porte aristocrático. Y entre los dos habían creado un hijo extraordinariamente atractivo.

–No te estoy pidiendo que firmes el acuerdo, Alejandra.

–Ya lo sé, pero aún no se me dan tan bien los ordenadores como...

–¿A los demás empleados? –terminó Marc la frase por ella–. Has tenido ocho meses para acostumbrarte al trabajo que se hace aquí y, según tengo entendido, hiciste un curso de informática.

Alejandra  se puso a temblar al recordar ese curso. Después de que la despidieran del invernadero en donde habia trabajado desde que cumplio con los requisitos laborales, había pasado tres meses en casa con su madre Carlota y, aunque su progenitora  era una persona encantadora, sabía que empezaba a impacientarse.

–No puedes pasarte el día en el jardín, cariño –le había dicho–. Me encanta tenerte aquí, especialmente desde que murió tu padre, pero necesitas un trabajo.

Si no encuentras nada aquí, tal vez deberías buscarlo en Londres. He hablado con Daniela, la madre de Marc, y me ha dicho que tal vez podría encontrar un puesto para ti en su empresa. No sé muy bien a qué se dedica, pero tiene una empresa  muy importante. Lo único que tendrías que hacer es un curso de informática...

La mayoría de los chicos de diez años sabían más de ordenadores que ella. Nunca habían tenido ordenadores en la iglesia, de modo que para Alejandra no eran juguetes, sino un enemigos en potencia, dispuestos a comérsela si apretaba el botón equivocado.

–Sí, es cierto –asintió por fin–. Pero la verdad es que no se me daba muy bien.

–No llegarás a nada si te convences a ti misma de que vas a fracasar –dijo Marc–. Te estoy dando la oportunidad de salir del archivo y hacer algo más importante.

–No me importa trabajar en el archivo. Sé que es aburrido, pero alguien tiene que hacerlo y yo no esperaba...

–¿Pasarlo bien en el trabajo? –la interrumpió él, impaciente. Alejandra era tímida como un ratoncillo y eso lo sacaba de quicio. La recordaba aun siendo una nena, escondiéndose por las esquinas, demasiado nerviosa como para mantener una conversación normal con él. Aparentemente, no tenía ese problema con los demás, o eso decía su madre, pero Marc tenía sus dudas.

–¿Y bien?

–Creo que no estoy hecha para este tipo de trabajo –tuvo que admitir la muchacha–. Te agradezco muchísimo la oportunidad que me has dado...

O al menos la oportunidad de ocupar un despacho del tamaño de un armario en la última planta del edificio desde el que escribía alguna carta ocasional y recibía órdenes para archivar cientos de papeles.

Aunque sobre todo se dedicaba a llevar su ropa a la tintorería, a comprobar que la nevera de su ático estaba llena y a despedir a sus numerosas amantes con un regalo, que iba desde un ramo de flores a un collar de diamantes; un trabajo que le había encargado Elena. En esos ocho meses, cinco exóticas supermodelos habían recibido el regalo que significaba: «hasta nunca».

–Sé que no tuviste más remedio que buscar un puesto para mí.

–Así es –asintió Marc. Sabía que no estaba siendo muy simpático, pero tampoco iba a mentir.

–Daniela y mi madre pueden ser muy pesadas cuando quieren algo –se lamentó ella.

–¿Por qué no te sientas un momento? Debería haber hablado antes contigo, pero ya sabes que nunca tengo mucho tiempo.

–Sí, lo sé –nerviosa, Alejandra se sentó tras el escritorio mientras Marc se apoyaba en él y cruzaba los brazos sobre el pecho.

–¿Por qué lo sabes?

–Tu madre siempre dice que estás tan ocupado que nunca tienes tiempo de ir a verla.

–¿Estás diciendo que os sentáis como las tres brujas del pueblo  para hablar de mí?

–¡No, claro que no!

–¿No tenías nada mejor que hacer en el pueblo?

–Pues claro que tenía cosas que hacer –respondió Alejandra. O al menos las tenía hasta que la despidieron de mi puesto de trabajo . ¿O estaba hablando de su vida social?, se preguntó–. Tengo muchos amigos y me encantaba vivir allí. No todo el mundo piensa que lo más importante es marcharse a Londres para hacer una fortuna.

–Menos mal que yo lo hice, ¿no? En caso de que lo hayas olvidado, hasta hace poco mi madre estaba viviendo en una casita de dos habitaciones con el papel pintado cayéndose a pedazos. Supongo que estarás de acuerdo en que alguien tenía que recuperar la fortuna familiar.

–Sí, claro.

Durante unos segundos, sus ojos se encontraron, el verde de ella con el azul profundo de él. Marcelo Alcantara estaría siempre fuera de su alcance, tuvo que reconocer Alejandra.

–Gracias a mi trabajo, mi madre puede disfrutar del estilo de vida al que está acostumbrada. Mi padre cometió muchos errores en el aspecto económico y, afortunadamente, yo he aprendido de esos errores. La lección número uno es que no se consigue nada sin trabajar. Pero si no disfrutas de tu trabajo tanto como te gustaría, es culpa tuya. Intenta verlo como algo más que un pasatiempo hasta que encuentres otro trabajo en el mundo de la jardinería.

–No estoy buscando un trabajo de jardinería –dijo Alejandra.

En realidad, no había ninguno en Londres, había buscado.

–Entonces intenta integrarte en la oficina. No quiero que te ofendas por lo que voy a decir...

–¡Pues no lo digas! –lo interrumpió ella, implorándole con sus ojos verde.

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