El canto de las aves despierta a Amaris y Edward, quienes no tienen tiempo que perder. Han venido a ayudar, y es exactamente lo que planean hacer.

Edward se despide de ella con un beso en la frente y se dirige a la pequeña escuela improvisada en una de las casas comunales del poblado. Allí lo esperan una docena de niños de distintas edades, con miradas brillantes y la curiosidad intacta. Algunos apenas saben sostener una tiza, pero todos tienen hambre de aprender.

—Hoy aprenderemos las vocales —anuncia con una sonrisa amplia, mientras dibuja una enorme "A" en la pizarra desgastada— A de Alicia —dice señalando a una preciosa niña que se presentó en cuanto el llegó.

Los niños repiten en coro, sus voces aún tímidas pero alegres. Edward convierte la enseñanza en un juego: canta, imita sonidos de animales que empiecen con cada letra, dibuja frutas, animales, todo lo que sus recursos le permiten. Y ríe, ríe con esa libertad que no conocía dentro de los muros del palacio. Ahora está más segu