Las estrellas brillaban hermosas en el cielo. Nadie hubiera imaginado que, bajo ellas, alguien había estado a punto de morir. La tensión de antes aún flotaba en el aire, pero Lino y yo intentamos apartarla, al menos por ahora.
Nos habíamos refugiado en una pequeña heladería en una calle tranquila, el tipo de lugar que uno jamás pensaría que frecuentaría un jefe de la mafia. El dulce aroma a barquillos recién hechos llenaba el aire, creando un marcado contraste con el caos que acababa de desatarse.
Miré fijamente las estrellas, intentando encontrar un atisbo de paz en su luz distante y centelleante. «Es extraño, ¿verdad?», murmuré, mientras tomaba una cucharada de helado de chocolate negro intenso. «El mundo sigue girando, incluso cuando todo parece desmoronarse».
Lino estaba sentado frente a mí; sus ojos reflejaban el suave resplandor de las farolas. Ahora estaba más relajado, su furia anterior contra Matteo algo atenuada. —Sí, lo es. A veces es difícil recordar que hay belleza en el