El pecado de Afrodita LOBO CEO MILLONARIO JEFE AMOR
El pecado de Afrodita LOBO CEO MILLONARIO JEFE AMOR
Por: Florencia Tom
Capítulo 1

CAPÍTULO 1.

Lo importante de esto es que siendo bebé fui abandonada en un orfanato de Seattle; y que dieciocho años después me dejaron a mi suerte. Pero claro, tuvieron la benevolencia caritativa de otorgarme un apartamento con un año de renta pago. Luego de eso debería sobrevivir por mi cuenta; sin estudios universitarios, sin nada ni nadie.

Abandonada a mi suerte, y con cierto desapego del Estado, conseguí el puesto de mesera de un bar una tarde de verano, prácticamente le pedí de rodillas al dueño que me diera empleo. Fue humillante ese acto de sumisión para oír un asqueroso “Sí” de su reseca y momificada boca. Tengo motivos para despreciarlo, tal vez algún día tenga el valor para contarlo.

El viejo Garicia no me agradaba, era un hombre bajito, lampiño y cascarrabias. Se aprovechaba de mi necesidad azotándome con las horas extras más baratas que han existido en la historia de los abusos laborales. Víctima de mi propia inexperiencia, le agradecía al bastardo que me contratara, aunque sabía que eso no le daba el derecho a insultarme cada vez que hacía algo mal en el trabajo.

El declive de mi estabilidad emocional me tomó por sorpresa, y con el fracaso marcándome el camino hacia morirme de hambre, comenzaba a estar segura de que nada mejoraría. Más allá de las contrariedades, desde pequeña le había puesto esperanzas a mi vida… para que ellas se trocaran en mis sueños rotos. Adorné mi juventud con el mejor optimismo para terminar así. Con el señor Garicia se encargaba de pisotearme el ánimo que estaba en el suelo, con sus asquerosos zapatos oscuros, que a veces dejaban huellas de m****a pisada en algún lugar y que jamás se encargaba de limpiar. Me resistia a la idea de que alguien con tanto dinero podía ser tan asqueroso, pero entendí que la limpieza entonces no dependía del oro que tenías en tus alhajas.

Siempre me gustó es estilo clásico de las cosas, así que aquel día estaba todo planificado: la infaltable carta de suicidio (cargada de verdades sobre la vida y denunciando las atrocidades cometidas por los despreciables seres humanos) y el montaje para el ritual de mi muerte eran unas tuberías resistentes con el cinturón en mi mano aguardando para abrazarme el cuello. Sentía cierta melancolía por lo que estaba pensando, pero la decisión estaba tomada. Y sí, me propuse atentar contra mi vida aquella noche. Una noche como todas, en la cual el lugar estaba lleno de gente adulta bebiendo cerveza y pasando un buen rato acompañados de buena música.

—...cuatro cervezas y sumale unas patatas fritas extra grandes. —me dijo un señor de cabello rubio despampanante mientras masticaba chicle de una forma ruidosa.

—Anotado —le indiqué, mientras ponía un punto final en su pedido sobre la libreta que tenía en mi mano.El mismo punto final que quería ponerle a mi vida.

Cuando estaba a punto de marcharme a la barra, el señor tuvo el descaro de tomarme de la muñeca, obligándome a que me volviera hacia él.

En ese momento quedé inmóvil, hasta que su pregunta me conmovió de una forma que mis piernas flagearon un poco.

—¿Se encuentra usted bien? Está pálida—me preguntó, mirándome con una lastima muy poco disimulada.

¿Cómo podía responder eso a un desconocido? Me zafe de su agarre con cierta sonrisa tensa e incómoda.

—Sí, no se preocupe. Sólo son estás horas que el bar se agita bastante—me reí con brevedad para ponerle un poco de comedia a mi vida.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste algo?—insistió.

—Hoy a las siete de la mañana.

—¡Por todos los cielos! ¿Estuviste todo el día sin comer? ¿Es que aquí no te pagan lo suficiente? —se escandalizó su amigo, que estaba sentado junto a él.

Los otros dos hombres que los acompañaban escuchaban atentamente la conversación más incómoda de mi vida.

—Si digo mi sueldo pueden que me echen, señor. —me disculpé, con mi rostro ardiendo en pudor.

Una mano enorme se posó sobre mi hombro y me sobresalté al sentir la presencia del viejo Garicia, quien se había unido descaradamente a la charla. Me aparté para que me soltara.

—¿Sucede algo con la mesera, señores? ¿Les ha molestado su servicio? —les preguntó él, con un cierto tono de voz que me hizo sentir humillada.

¿Era mi culpa? El corazón me iba a rasgar el pecho para saltar hacia la nada misma.

—¿Usted le permite comer a sus empleados en sus horas libres? —le preguntó el hombre, quien se había levantado de su asiento para hacerle frente a la situación. El hombre de cabello oscuro, vestia un tapado gris que le llegaba a las rodillas y parecía rodar los cuarenta años. En comparación al hombre alto, Garicia, una hedionda ciruela pasa apestando a vino. Mi despreciable jefe tragaba saliva sin saber cómo reaccionar e intentaba conectarme breves (aunque inútiles) miradas fulminantes. Apoyé mi mano sobre la frente, suplicando que todo aquello no significara “estás despedida”. Aunque...en un par de horas me suicidaría así que estaba muerta en vida de cierta forma.

—Mis empleados tienen dos horas libres para comer lo que se les antoje. Este ámbito de trabajo es  sano, así que no se preocupe por el bienestar de ellos, que están en las mejores condiciones. —soltó Garicia,  fingiendo tranquiliad con la mejor de sus sonrisas falsas.

—Mentiroso.

Los cuatro hombres y Garicia se volvieron hacía mí cuando mi mente me traicionó, soltando esa palabra de una manera inconsciente. Tragué saliva con fuerza y no sabía dónde meterme… Aunque, aquella noche iba a suicidarme y no tenía nada más que perder.

—¡Esas horas no existen, estamos siendo explotados laboralmente por él! —me animé a gritar frente a todos y de repente, ese antro que siempre tuvo el  insoportable ruido de las personas hablando, enmudeció — ¡No podemos comer, no nos da una hora libre para descansar y si protestamos corremos el riesgo de quedarnos sin el puesto!¡Tampoco nos permite ir al baño en horario laboral! ¿Saben la última vez que he cagado? ¡Sólo lo hago por las noches, cuando llego a casa porque no nos permite hacer nada!

La furiosa mirada de Garicia me asesinaba de todas las formas imaginables. Retrocedí unos cuantos pasos viendo como la mayoría de los clientes se marchaban del sitio. Y a la vez que mis compañeros bañaban en puteadas al viejo opresor, liberé mi nuca del delantal de la miseria para pisotear el desagradable logo del bar sin dejar de inyectarle mi mirada al jefe que, si supiese mis suicidas planes con gusto me haría la eutanasia no una, sino miles de veces. Una rara sensación de valentía e impotencia se había apoderado de mi cuerpo. Estaba orgullosa de mí.

—Gracias por nada. —escupí, yendo a la caja registradora y sacando un par de billetes, llevándome la paga del mes sin intención de hacer un conteo ante sus ojos.

Salí del bar, en plena noche, con mi bolso oscuro colgado en mi hombro y con ganas inmensas de llorar. Aquella situación al principio parecía manejable, pero el rostro de Garicia seguía merodeándome por la cabeza; su cara etilicamente roja, incluso su calva cabeza y sus dientes apretados al igual que sus puños, mudo, concentrando todo su odio hacía mí… seguro tendría pesadillas si no fuese que aquella noche era la última.

No habría pesadillas, no habría dolor alguno luego de ejecutar lo que tenía en mente desde hacía meses. Aquella noche me suicidaría, y no me cansaba de repetírmelo como si algo en mí me recordara cuál era mi destino. Fantaseaba con la imagen del nombre en mi tumba, me gustaba divertirme imaginando las formas de las letras que formaran mi nombre. Quizás asistirían algunos compañeros del orfanato. Creo que toda mi vida se trató de juntar invitados para mi funeral.

Las ocho en punto marcó mi teléfono móvil cuando llegué a la parada del autobús. Al sentarme, el pequeño asiento me pareció más frio y oscuro que de costumbre, igual a la imagen de la sociedad indolente que pronto abandonaría para siempre, y miré a ambos lados de la calle, saboreando la amargura de lo que sería la última visión de la ciudad.

Era interesante ver como una parte de Seattle era preciosa en todos los sentidos, las luces extravagantes, la gente siempre animada, el ruido de los autos pasar. Todo era atrapante, pero no le daba sentido a mi vida. No podía disfrutar del lujo que algunos tenían permitido, no podía adquirir algún sentido que me convenciera en quedarme en la tierra. Lo que tenía pensado hacer era morirme, lo tenía planificado como un veredicto irrevocable, y de cierta forma me sentía orgullosa de haber organizado ese aspecto de mi miserable vida, por más grotesco que sonará eso, era cierto.

Al subir al autobús, el chófer me saludó a través de su gorra sonriendo amigable, asiático de aspecto. Le devolví una sonrisa igual de amigable, aunque débil. Me senté en el primer asiento que vi y me obligué a mí misma a contemplar por última vez la ciudad. Porque sabía que después de aquella noche no recordaría nada, y mi mente caería en un sueño profundo, de esos de los que nunca despiertas. Algunos postulan una vida después de la muerte pero eso sería algo estúpido, no quería una vida. Por algo iba a suicidarme, duh.

El apartamento en el que vivía tenía cinco pisos y era uno de los más precarios en la periferia del gran centro. Llegué y acaricié a varios gatos que merodeaban por allí. Si fuera por mí los hubiera adoptado ya hace tiempo, pero apenas podía darme comida a mí misma. No quería condenar a un gato a mi suerte.

Subí las escaleras, con el cuerpo cansado y con tantas ganas de comer que quizás, hubiese mordido a cualquier vecino para acallar a mi estómago. Con un suspiro, adentré en la cerradura la llave de mi apartamento que tenía como número un siete dorado y mal gastado por los años. Ingresé y prendí las luces. Hogar, dulce hogar.

El apartamento no era bonito, tenía las paredes llenas de mohín con la pintura vieja desprendiéndose. el televisor solo sintonizaba canales de aire y un sofá bonito, pero súper incómodo, dormir allí no era una opción. Algunos muebles habían venido con el apartamento, y nunca se dio la oportunidad de cambiarlos. No tenía dinero, m****a.

Dejé mi bolsa encima de la mesa y fui a la nevera, buscando algo para comer. Si me iba a morir quería que sea con el estómago lleno y el corazón contento. Así que me di el lujo de pedir comida, y no tardé en tener una caja de pizza sobre la mesa y una Coca Cola en botella. Buen provecho, futuro bello cadáver.

La última cena había estado riquísima, una delicia a costa de Garicia, tenía ganas de comer frente suyo para demostrarle lo bien que se deber comer en horas de trabajo. Vete a la m****a, Garicia.

Ordené toda la casa, con cierta melancolía y tuve la intensión de dejar todo impecable (aunque todo fuese un asco) para que cuando me encontrarán muerta, la casa estuviera en condiciones.  Quería que supieran que lo intenté, entonces arreglé mi cama, lavé los platos sucios, barrí el suelo y finalmente me di una ducha. Depilé mis axilas, y toda la parte del cuerpo que tuviera un vello que me molestará. Si iba a morir, también quería que sea con la piel suave.

Cuando salí con una toalla rodeándome el cuerpo, largué un largo suspiro al ver qué ya tenía preparado el cinto sobre el colchón de la cama. Me puse una ropa bastante cómoda y traje un banquillo a la habitación para poder hacer el último trámite de mi vida. Un caño bastante molesto ya que no sabía con exactitud qué es lo que transportaba y que quedaba a la vista de todo aquel que entrara a la habitación. Todas las noches lo había mirado y me preguntaba si resistiría mi peso convulsionando por la asfixia. Y aquella noche lo estaba por comprobar.

Sin más preámbulos subí a aquel banco ( rogando que no se rompiera) y me obligué a mí misma observar el anochecer por última vez desde la ventana. La luz de la luna me brindaba aquella caricia que nunca nadie me había dado y con un nudo en la garganta tragué mi llanto. Supongo que así finalizaba la corta vida de una joven llamada Alma Grey.

Rodeé con el cinturón mi cuello, sintiendo el cuero incómodo sobre la piel. Dios, qué difícil era todo aquello. Cerré los ojos y con un último suspiro, pateé el banco y al instante sentí todas mis venas colapsando en sangre, y mis pies bailoteando inútilmente en el aire mientras parecía que el cinturón iba a cortarme la garganta antes de quitarme el aire.

Algo en mi quería desesperadamente salvarse y las arcadas aumentaban, mis manos sudorosas trataban de sacarme el cinturón. Había empezado una gran lucha, el cuerpo humano quería sobrevivir sacando todo su instinto, pero mi alma no. Antes de que pudiera perder por completo la conciencia, escuché que alguien pateó la puerta de la entrada con tal escándalo que abrí los ojos de par en par, observando mis pies descalzos que eran sacudidos por mí misma.

—¡Mierda!

El cinturón me hizo girar el cuerpo completo y cuando estaba a punto de ser arrastrada por la muerte misma, un hombre que no pude ni siquiera ver, pero si escuchar, me levantó en el aire y me sacó con desesperación el cinturón del cuello. Me desmayé por falta de oxígeno.

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