La mañana siguiente, Charlotte se retiró temprano del aposento del rubio para hacer sus labores domésticas. Hakon se dio una ducha larga, cambió las colchas, se vistió con algo deportivo y emprendió el camino hacia el gimnasio de la mansión. No se sorprendió al encontrar a Dantes entrenando, como era costumbre del príncipe.
Ninguno se dirigió la palabra; ambos se dedicaban a lo que habían llegado a hacer: ejercitarse. Dantes en su lado y el rubio en el suyo. El príncipe fue el primero en retirarse, subió hasta la habitación de Dafne, que aún dormía, y luego se fue a su aposento. Sudado, se colocó sobre Lirio para despertarla con besos. Ella se estiró como un gato y abrió los ojos, encontrándose con los grises del príncipe.
—Buenos días, mi luna —saludó con una sonrisa.
—Hola, ¿no crees que es muy temprano? —susurró, al girar su rostro y ver la hora. Dantes negó y dejó un beso en su cuello.
—Es la hora perfecta —anunció.
—¿Perfecta para qué? —interrogó ella.
—Para follarte —expresó prov