El aire frío que golpea mi rostro cuando salgo de la casa me asfixia por un segundo y la sensación de ahogamiento se agudiza, así que me detengo en la marquesina y tomo respiraciones lentas y profundas que ayuden a calmarme.
Es tan desesperante sentir que te ahogas, que no puedes respirar, y es aún más desesperante no poder controlar esa horrible sensación.
Inhalo hondo y suelto todo el aire retenido por la boca de manera lenta, tal como me enseñó el psicólogo que me vio durante mi estadía en el penal, y me obligo a regresar al presente y dejar el pasado donde se supone que debe estar: atrás, en el olvido, enterrado bajo tierra.
«Edward está muerto. Él no va a volver, él no va a tocarme nunca más, él no va a hacerme daño. Soy libre, por fin lo soy. No tengo por qué seguir temiendo».
Me repito como un mantra esas palabras, recordándome una y otra vez que todo ese infierno que había vivido ya acabó, que hoy era libre de esas cadenas que me ataron por mucho tiempo y me hicieron tan in