La pequeña Valentina tuvo que reemplazar a aquella pobre mujer, lavando la ropa y cocinando todos los días, además de soportar las palizas de Gonzalo.
Él le jalaba el cabello, la pateaba, y a veces la azotaba con un cinturón.
Aquellos días fueron difíciles de soportar.
Poco a poco fue creciendo y su belleza comenzó a destacar en aquel entorno rural. Fue entonces cuando comenzaron a suceder cosas mucho peores.
La mirada de Gonzalo se volvió lasciva. La forzaba a sentarse en sus piernas y la besaba en la cara con su boca apestando a alcohol y sudor.
Por las noches, cuando se bañaba, cerraba la puerta con mucho cuidado, pero al voltear, veía un par de ojos perversos y excitados mirándola a través de la rendija.
Esa fue una pesadilla que la persiguió durante toda su infancia.
Una vez, él había traído a dos amigos para beber en la casa. Ellos preguntaron, riendo: —¿Por qué no buscas una nueva esposa?
Él rio, perverso: —¿No ven que estoy criando a mi nueva esposa en esta casa? Solo hay que e