En medio del clímax de la pasión, Mariana de repente vio a Damián.
Estaba de pie junto a la puerta, observándola aparentemente con calma, pero en sus pupilas se escondían emociones desconocidas: desprecio, repulsión y algo más que ella no podía descifrar.
Mariana, presa del pánico, empujó al hombre que tenía encima, bajó de la cama medio desnuda y corrió hacia Damián, suplicando desesperadamente:
— Damián, no lo malinterpretes, él me drogó, él me forzó.
El médico llamado Andrew, con una leve sonrisa en la comisura de los labios, se burló.
Se vistió lentamente, salió de la habitación y al pasar junto a Damián, sonrió:
— Solo soy uno de sus juguetes.
Damián no hizo ningún movimiento. Lo único que quería aclarar ahora era si el incendio de aquella noche había sido obra de Mariana y si su enfermedad todos estos años era real.
Su rostro estaba frío, sin el menor rastro de calidez.
Mariana adivinó que él sospechaba de ella.
Sonrió. Sonrió hasta las lágrimas, mirando a su antiguo amor, su voz