Habían pasado un par de días desde aquella conversación con Alan. El ambiente en la casa se había vuelto extrañamente sereno, como si todos compartieran el mismo secreto tácito: que la felicidad, aunque frágil, podía habitar entre ellos por momentos.
Nelly caminaba por los pasillos de la mansión arrastrando las pantuflas de felpa mientras bostezaba por tercera vez en la mañana. Llevaba una camiseta de Adrián que le llegaba a medio muslo y el cabello recogido en un moño flojo que parecía a punto de ceder ante la gravedad. En una mano, sostenía una taza humeante de chocolate caliente con malvaviscos. En la otra, un libro que no había abierto en dos días.
El sol se filtraba a través de los ventanales altos, tiñendo de ámbar las paredes claras y creando reflejos danzantes en el suelo pulido. El aire olía a tostadas, a café recién hecho y a lavanda, gracias al difusor que Lucía había dejado en la esquina del recibidor. Todo tenía un ritmo lento, casi perezoso.
—Pareces un gato recién despe