La noche era silenciosa, demasiado silenciosa. El tipo de silencio que precede a la tormenta. Diego y yo estábamos en su oficina, revisando la información que habíamos conseguido sobre Montoya. Sabíamos que teníamos que movernos rápido antes de que él lo hiciera primero.
Diego se pasó una mano por el cabello, su mandíbula tensa mientras analizaba los documentos sobre la mesa.
—Si Montoya descubre que estamos detrás de él, no se quedará de brazos cruzados.
Asentí.
—Por eso debemos adelantarnos. Si logramos que los federales descubran su traición, lo dejarán caer sin pensarlo dos veces.
Diego me miró fijamente, sus ojos oscuros llenos de determinación.
—Ya tengo un plan.
Me crucé de brazos.
—Estoy escuchando.
Diego se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa.
—Vamos a filtrar la información a un contacto dentro de los federales, pero no directamente. Lo haremos de manera que parezca que la obtuvieron por su cuenta, como si Montoya hubiera cometido un error.
Fruncí el ceño.