El gran salón zumbaba con el murmullo diplomático, las arañas de cristal proyectaban una luz dorada sobre los suelos de mármol pulido. Me ajusté el blazer, escaneando la sala en busca de rostros familiares, pero mi mente estaba en otro lugar: en casa, con Diego.
Él enfrentaba su propia batalla, una que amenazaba los cimientos mismos del legado de nuestra familia. Un astuto abogado, contratado por un viejo rival, había surgido de las sombras, reclamando derechos sobre nuestra propiedad. Era una emboscada legal, y Diego había prometido manejarla él mismo.
Exhalé lentamente. Mi lugar estaba aquí, representando los intereses de nuestra familia en el escenario mundial, pero mi corazón tiraba hacia Diego y la lucha que estaba enfrentando.
Diego se sentó frente al abogado en el estudio tenuemente iluminado de nuestra propiedad. Las paredes, alineadas con libros, eran testigos silenciosos de décadas de historia familiar. El hombre frente a él, Emilio Rojas, tenía una mirada aguda, su sonrisa