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La semana siguiente fue un torbellino de planes, reuniones y largas noches trabajando juntos. Adriana y yo nos sumergimos por completo en la expansión de la fundación. Sabía que su pasión era inquebrantable, pero verla en acción, con sus ideas claras y su determinación implacable, me recordó por qué me enamoré de ella en primer lugar.

Un jueves por la mañana, mientras revisábamos posibles alianzas para el programa de educación, noté algo diferente en ella. Sus movimientos eran más pausados, y aunque intentaba disimularlo, había cansancio en sus ojos. Dejó escapar un suspiro y se masajeó las sienes.

—Estás bien? —pregunté, cerrando mi computadora y enfocándome en ella.

—Sí, sólo un poco agotada —respondó con una sonrisa débil. —Creo que he estado durmiendo poco.

La miré con escepticismo. Había visto a Adriana en sus momentos más fuertes y también en sus momentos más vulnerables. Sabía cuándo algo no estaba bien. Me levanté y caminé hasta ella, apoyando mis manos en sus hombros.

—Adrian
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