62. La fortaleza de Marianné
Florencia estaba en la terraza del hospital, abrazada a sí misma y contemplando la ciudad que la vio crecer, y de la que estuvo alejada durante años, cuando advirtió la presencia de su hermano.
Se giró con la nariz roja y lágrimas secas en sus mejillas.
— Remo… — intentó decir, pero en una zancada, su hermano acortó la distancia que los separaba y la estrechó entre sus brazos.
— Perdóname — le rogó, al tiempo que Florencia ahogaba un jadeo y enterraba el rostro en su cuello — Esto fue lo primero que tuve que haber hecho.
— No tengo nada que perdonarte. Tenías razón, yo…
— No, no digas nada — se alejó y tomó sus mejillas —. Lo que hiciste fue… demasiado valiente, Flor. No tenías que sacrificarte de esta forma.
— No me arrepiento.
Remo rio.
— Toda una Gambino.
— Al igual que tú.
— Flor…
— ¡No! Nada cambia. Eres hijo de nuestro padre. Te crío como uno. Mírate. Incluso lloras como él — bromeó entre lágrimas.
Los dos rieron, y Remo volvió a estrecharla entre sus brazos.
— ¿Cómo se llama mi