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Comienzo a jugar con mis manos cuando Sam me mira con indecisión, hasta podría decir que un poco... ¿Flipado?  Su pecho se hincha al tomar aire y el modo en el que aprieta y afloja la fuerza que está haciendo en el puño me advierte que se está cabreando. Aunque, esta vez no tiene ningún derecho para cabrearse.

Aquí la única que tiene derecho a estar enfadada soy yo, nadie más que yo. Y, de hecho, su actitud me cabrea de la hostia. Yo he sido la perjudicada en toda esta historia, así que no puede ponerse primero profundo y comprensivo y después agresivo.

«¡No tiene sentido!»

Las mejillas se me ponen rojas de la rabia, el pulso se me acelera cuando me escruta con la mirada, desafiándome a dar el primer paso: a gritar, vociferar y escupir verdades.

Entrecierro los ojos con escepticismo y aprieto los labios.

—Ni se te ocurra enfadarte por decir que no te creo, porque tengo mis razones para no fiarme de ti. No puedes creer que por un par de lágrimas de

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