ENTRE EL AMOR Y LA VENGANZA
ENTRE EL AMOR Y LA VENGANZA
Por: Claudia Llerena
1. GANARSE EL PERDÓN

Capítulo uno: Ganarse el perdón

Al entrar en el lujoso hotel Teresa recordó con tristeza su pasado, recorrió con pasos lentos el pasillo que le indicó el portero y al llegar a la suite número doscuentos doce, tragó en seco, la puerta se abrió y delante de ella estaba él con aquella mirada que la estremecía.

—Arruinaste totalmente tu vida como hizo tu madre con la suya —le soltó Paulo Vitale, haciéndole un gesto hosco para que entrara.

Teresa miró a su abuelo, italiano, con sus ojos color mar. Estaba muy nerviosa, pero había ido a suplicarle algo y si dejarle que le dijera horrores lo ponía de mejor humor, soportaría cualquier ataque.

Esbelto y fuerte para sus setenta y tantos años, el canoso anciano paseaba por la lujosa suite del hotel de Londres.

—¡Mírate, aún soltera con veintisiete años! Sin hijos y sin futuro. Hace diez años, yo te abrí las puertas de mi casa y traté de hacer lo mejor para ti...

Cuando se detuvo para respirar, Teresa supo lo que iba a continuación y se puso más pálida.

—¿Y cómo me pagaste mi generosidad? —continuó el anciano— Tú deshonraste el apellido de mi familia. Me hiciste caer en desgracia, destruiste tu reputación e insultaste de manera imperdonable a la familia Gatti.

—Sí...

Teresa estaba lo suficientemente desesperada como para suicidarse incluso si con eso calmaba a su abuelo y le daba la oportunidad de rogar por la causa de su madre.

—¡Vaya un matrimonio que te conseguí... ¡Y en su momento estuviste muy agradecida por tener a Angelo Gatti! Lloraste cuando te dio el anillo de compromiso. ¡Recuerdo muy bien esa ocasión! Y luego lo tiraste todo por la borda en un instante. Me avergonzaste a mí y a ti misma...

—Diez años es mucho tiempo...

—¡No lo suficiente como para que yo lo olvide! Sentía curiosidad por volverte a ver. Es por eso, por lo que accedí a hacerlo cuando me escribiste. Pero deja que te diga ahora, para no perder más el tiempo, que no recibirás ninguna ayuda económica de mí.

Teresa se ruborizó.

—No quiero nada para mí... pero mi madre, tu hija...

Paulo la interrumpió antes de que ella pudiera mencionar el nombre de su hija.

–¡Si mi hija te hubiera criado para ser una joven decente, de acuerdo con las tradiciones italianas, tú no me habrías deshonrado!

Ante esas palabras, Teresa decidió que no iba a permitir que su madre pagara por sus pecados, así que levantó la barbilla decididamente.

— Por favor, déjame hablar...

—¡No! ¡No te voy a escuchar! Quiero que te vayas a casa y pienses en lo que has perdido para ti y tu madre. Si te hubieras casado con Angelo Gatti...

—¡Lo habría castrado! —exclamó ella sin poder contenerse.

Su abuelo levantó las cejas sorprendido y ella se ruborizó.

—Lo siento.

—¡Por lo menos él te habría enseñado a mantener la lengua quieta cuando te está hablando un hombre! Ahora solo te puedes ganar mi perdón casándote con Angelo.

—¿Y por qué no me pides también que escale el Everest?

—Ya veo que te haces a la idea.

—Si yo pudiera hacer todavía que se casara conmigo, ¡tendría acceso todavía a la fortuna de la familia Vitale?

—¿Qué estás sugiriendo? ¿Hacer que se case contigo? ¿Angelo Gatti, al que insultaste tan gravemente, el que puede tener a cualquier mujer que desee...?

—Pocas mujeres pueden ofrecer una dote tan grande como la que tú ofreciste como compensación hace diez años.

—¿, Es que no tienes vergüenza?

—Cuando tú trataste de venderme como uno de tus petroleros, yo perdí todas mis ilusiones. Y aún no has respondido a mi pregunta.

—¿Pero a qué viene una pregunta tan tonta?

—exclamó el anciano.

—Solo lo quiero saber.

—Yo le habría pasado el control de la empresa familiar a Angelo el día de vuestra boda, ¡y todavía lo haría con gusto si fuera posible! Mi único deseo era dejar en buenas manos el negocio al que le he dedicado toda mi vida. ¿Era eso mucho pedir?

Teresa decidió que aquello no tenía sentido, así que empezó a dirigirse a la puerta, pero entonces, pensó que debía hacer un último intento.

—La salud de mi madre no es buena...

Paulo gruñó algo en italiano y Teresa lo miró echando chispas por los ojos:

—¡Si ella muere en la pobreza, espero que la conciencia te castigue hasta la tumba y más allá, porque eso es lo que te mereces!

Él la miró por un segundo con ojos inexpresivos. Luego le dio la espalda.

Teresa abandonó la suite y se metió en el ascensor, donde se derrumbó. Minutos más tarde, ya había recuperado el control y salió a la calle. Pensó que, si tuviera dinero, haría que raptaran a Angelo Gatti y ella misma se encargaría de torturarlo, ya que realmente odiaba a ese hombre. Lo odiaba de verdad.

Aunque ya era inmensamente rico, la avaricia lo había hecho comprometerse a los diecinueve años con una chica regordeta que no tenía otro atractivo para él, más que ser la heredera de la fortuna de los Vitale. Angelo Gatti le había roto el corazón, destruido su orgullo y se había asegurado de que Paulo no la perdonara nunca ni a ella ni a su madre.

Su madre... Se recordó a sí misma que hacía todo aquello por ella.

La depresión era una enfermedad muy grave si no se cuidaba y el tratamiento demasiado costoso. Su madre podía morir, su estado empeoraba cada día más y ella no hacía más que hundirse en la miseria.

Teresa se había quedado sin salida y por ello recurrió a su abuelo. Y ahora... tenía que volver a ver al hombre que la traicionó, que le fue infiel prácticamente a las puertas de la iglesia. ¡No sólo eso! Tenía que convencerlos de que se casara con ella. No quería, lo había evitado tanto tiempo... pero, por su madre, Teresa podía soportar muchas cosas incluso perder su dignidad.

Teresa creía que se estaba muriendo poco a poco. Siempre estaba pensando en el pasado, ya que el presente era demasiado desagradable.

Un apartamento barato y ruinoso en el que no se podían permitir tener calefacción ni teléfono ni televisión. Nada.

Si ella hubiera podido predecir el futuro hacía diez años, ¿habría tomado la misma decisión? ¡Seguramente ahora estaría casada con un magnate! Su madre podría haber disfrutado de nuevo de la seguridad y comodidades, antes de que su salud se viera seriamente comprometida. Ahora sabía que, si hubiera tenido esa bola de cristal, se habría casado con un monstruo por su madre.

¿Y qué si Angelo había tonteado con una preciosa modelo italiana no lejos de ella?

¿Y qué si Angelo le había dicho a su prima segunda, Katrina, que ella era gorda, estúpida y asexuada, pero que valía su peso en oro?

¿Y qué si él fuera a serle infiel durante todo el matrimonio y se dedicara a ser un cerdo arrogante con el que fuera insoportable vivir?

¿Y qué si le dijo a la cara la mañana después de esa noche famosa que ella era una zorra y que él, Angelo Gatti, se negaba a casarse con las sobras de otro hombre?

Se detuvo delante de un espejo y pensó que Angelo debía de estar en Londres por la misma razón por la que estaba su abuelo. Había leído en la prensa que se iba a producir una reunión de magnates italianos con intereses en negocios británicos. Al contrario que Paulo, Angelo tenía unas grandes oficinas en la City, donde debería estar en ese mismo momento.

¿Qué tenía ella que perder? Él seguía soltero. Y Paulo Vitale nunca bromeaba con el dinero. Su abuelo pagaría millones de libras por verla casada con Angelo Gatti. Las personas no contaban para nada en eso, lo primero era unir los dos enormes imperios económicos. Y con eso, incluso ella, podía ser capaz de hacer la última oferta. ¿Estaba loca? No, se lo debía a su madre. Alice había sacrificado mucho por ella.

Miró su reflejo en el espejo. Una mujer pelirroja de altura media, con una falda gris y una chaqueta vieja. Incluso con lo poco que comía, nunca sería delgada. Debía de haber heredado sus generosas curvas de su padre, ya que su madre era muy delgada. Bueno, pero valía su peso en oro, se recordó a sí misma. Y, si había algo en lo que Angelo sobresaliera, era en su capacidad para aumentar sus ya importantes riquezas.

Angelo estaba planeando un gran trato.

Había ordenado que no le pasaran ninguna llamada. Así que, cuando llamaron levemente a la puerta de su despacho, miró irritado a su ayudante británico, Pilas, cuando se acercó y le susurró algo al oído.

—Lo siento, pero hay una mujer que pide verlo urgentemente, señor.

—He dicho que no quiero interrupciones, sobre todo de mujeres.

—Dice que es la nieta de Paulo Vitale, Teresa. Pero la recepcionista no está convencida de que sea cierto. Supongo que no lo parece, señor...

—¿Teresa Vitale?—Angelo frunció el ceño. Ese nombre aún despertaba en su interior una cierta ternura a la vez que rabia. ¿Cómo se atrevía esa zorra a aparecer allí y pretender que la recibiera?

Se puso en pie repentinamente, y todos los demás hicieron lo mismo.

Se acercó a los ventanales y pensó que Paulo le había dicho que nunca la perdonaría, y era un hombre de palabra.

Incluso en esos momentos Angelo se estremecía al recordar la humillación que había sufrido al verse enfrentado públicamente con el hecho de que su novia, supuestamente virginal, había salido con su coche con un amigo borracho y se había acostado con él. Era asqueroso. De hecho, solo recordarlo le hacía lamentar el no haber tenido la oportunidad de castigarla como se merecía.

— ¿Señor...?

Angelo se volvió.

—Que espere.

Su ayudante contuvo la sorpresa con dificultad.

—¿A qué hora le digo a su secretaria que la verá?

—Dije que espere.

Mientras pasaba la hora del almuerzo y empezaba la tarde, Teresa era consciente de que alguna gente pasaba con sospechosa lentitud por la zona de recepción y la miraba extrañada.

Mantuvo la cabeza en alto aparentando indiferencia. Se dijo que había logrado entrar y que iba a aprovechar su oportunidad. Angelo no se había negado a verla. Después de todo, tenía que intentarlo, él era su última oportunidad y tenía que tragarse el orgullo.

Justo antes de las cinco, la recepcionista se levantó de la mesa y le dijo:

—El señor Gatti ha abandonado el edificio, señorita Vitale.

Teresa se puso pálida. Luego recuperó la dignidad y se levantó. Mientras bajaba en el ascensor, decidió que al día siguiente haría lo mismo. Y al otro. Todos los días que fueran necesarios.

En el autobús, pensó que Angelo ya no era el guapo adolescente del que una vez se había enamorado. Ahora era ya un adulto. Como su abuelo, no debía ver la necesidad de justificar su propio comportamiento. No le habían dicho que no la atendería. La había dejado concebir esperanzas. Eso había sido algo cruel, pero ella debería haber estado preparada para esa táctica.

A la mañana siguiente, Teresa tomó posiciones en la sala de espera de las oficinas de Angelo tres minutos después de las nueve en punto.

Pidió verlo como el día anterior y la recepcionista no la miró. Teresa se preguntó si ese sería el día en que Angelo perdiera la paciencia y haría que la echaran del edificio.

A las nueve y diez, Pilas Mardsen se acercó a Angelo, que, como siempre, había empezado a trabajar a las ocho de la mañana.

—La señorita Vitale está aquí de nuevo hoy, señor.

Angelo se tensó casi imperceptiblemente.

—¿Tiene el archivo Tecno? —le preguntó Angelo como si el otro no hubiera dicho nada.

El día continuó con Teresa esperando que su humildad impulsara a Angelo a dedicarle cinco minutos de su tiempo. Para cuando terminó el día, la recepcionista le dijo de nuevo que Angelo se había marchado y ella experimentó semejante oleada de frustración que hubiera querido gritar.

Al tercer día, Teresa deseó haberse llevado unos sándwiches de casa, pero eso habría despertado las sospechas de su madre.

Sorprendentemente, a mediodía, cuando volvió de una visita al cuarto de baño, se encontró con una taza de té y tres pastas esperándola. Sonrió y la recepcionista la miró conspirativamente. Para entonces, ella estaba convencida de que todo el mundo había pasado por allí para echarle un vistazo. Todos menos Angelo.

A las tres, cuando ya había desaparecido lo que le quedaba de paciencia, la desesperación empezó a apoderarse de ella. Angelo volvería a Italia pronto y quedaría aún más lejos de su alcance. Tomó una decisión repentina y se levantó. Pasó por delante de la mesa de recepción y empezó a caminar por el corredor que daba a los despachos.

—¡Señorita Vitale, no puede pasar ahí!—le gritó la recepcionista.

Pero ella sabía que, hiciera lo que hiciese, ya estaba perdida. Obligar a Angelo a enfrentarse a ella no era lo más adecuado. A ningún hombre le gustaba que una mujer se enfrentara a él. Podría reaccionar como un hombre de las cavernas.

Cuando estuvo delante de una de las puertas, unas manos masculinas la sujetaron por los brazos.

—Lo siento, señorita Vitale, pero nadie entra ahí sin permiso del jefe —dijo una voz con acento italiano.

— Malvolio... —dijo ella reconociendo la voz del guardaespaldas de Angelo— ¿No podría mirar para otro lado solo por una vez?

—Vuelva a casa, por su abuelo. Por favor, hágalo antes de que se la coman viva.

Malvolio dudó un momento y, sin pensarlo, ella aprovechó la oportunidad. Se soltó de repente y entró por la puerta.

Angelo se levantó sorprendido de detrás de su mesa.

Teresa supo que tenía solo un segundo antes de que Malvolio volviera a intervenir.

—¿Eres un hombre o un ratón que no se atreve a enfrentarse a una mujer? —le espetó.

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