“Un jardín no es jardín si no tiene una persona que lo quiera”. Esas palabras eran las que el señor Fernando siempre decía, sobre todo cuando algún vecino se acercaba a saludarlo.
Carla vivía al lado del viejo de barba poblada y blanca. Ella solía decirse a sí misma que si algún día Dios le permitía entrar al paraíso terrenal, se encontraría en las puertas al señor Fernando Antúnez, el latino más extraño y solitario que jamás había conocido, pero así de solitario, solidario, amable y excelente persona.
Carla tenía treinta y nueve años de edad, muy pronto cumpliría sus cuarenta y desde hace algunos años vivía sin ninguna compañía, con un par de gatos, en una casa que a veces se le hacía demasiado grande.
Tenía el pelo negro azabache y muy lacio, ojos iguales de negros, piel blanca como la porcelana y sus rasgos eran asiáticos, llevando una mezcla del norte de Inglaterra, la cual le había heredado el cuerpo esbelto y la estatura que poseía: madre japonesa y padre inglés, la forma de s