EL LIBRO DE AMON

 —¡Despierta! —le decía el una voz mientras le abofeteaban la cara. —¡Despierta!

 Daniela despertó en medio de un oscuro sitio. Su mirada, aturdida, se despejó lentamente y pudo observar donde se le retenía. Era como una amplia bodega donde alguna vez debió existir un taller automotriz, y donde aun tenía manchas de aceite en el piso, a lo lejos un colchón sucio sobre el suelo y más allá un mueble con herramientas.

 Ella, por su parte, estaba sentada sobre el frío suelo y tenía los brazos sobre su cabeza con las muñecas esposadas y encadenada a una pared. Vestía solo su ropa interior.

 Su boca tenía el sabor de sangre producto de los bofetones.

 Estaba además rodeada por varios hombres de aspecto tosco. Al verla despierta uno de ellos llamó por medio de un walki-talki:

 —¡Está despierta! —dijo. La puerta principal se abrió y por ella entró una mujer de edad madura, de unos cincuenta años. Utilizaba uno de esos turbantes que las mujeres ricas usan en las películas, vestía ropa fina, un abrigo de piel y caminaba con ayuda de un bastón negro con una bola en el mango. Era claramente adinerada.

 —Así que ya despertaste —exclamó al verla. —No sabes quien soy ¿cierto?

 —Me temo que no —respondió Daniela.

 —¿El apellido Manzano te dice algo? —le preguntó, Daniela lo reconoció como el de uno de sus más recientes targets.

 —Sigue sin decirme nada —mintió, pero la anciana pareció leer su mente y le dio una orden a sus hombres, uno de los cuales le dio un golpe contundente en el estómago que la dejó sin aliento y tosiendo.

 —No mientras, pequeña zorra —amenazó la anciana—, soy Gertrudis Manzano, la madre de Bonifacio Manzano, el hombre que mataste hace dos semanas. Sé que eres una asesina a sueldo y fuiste responsable de su muerte. El que te contrató cantó todo tras algunas torturas y comparamos los casquillos con tus armas.

 —Muy bien, muy bien —confesó Daniela al recuperar el habla—, ¿Qué quiere de mí? No era nada personal, no conocía a su hijo sólo hice mi trabajo.

 La anciana volvió a hacer un gesto manual y uno de los hombres le pegó en la quijada.

 —No lo menciones en mi presencia —ordenó.

 —Él no era ningún santo, tenía muchos enemigos —continuó Daniela—, reclámele a ellos, no a mí.

 —Oh no, querida, créeme que estás aquí para pagar por su muerte. Era mi único hijo —dijo con encono.

 —Bien, pues máteme —respondió altiva.

 —No, cariño, no morirás. No en las próximas semanas. Estas serán las más dolorosas y sufridas semanas que hayas padecido en tu vida, pequeña. Y créeme —añadió con sadismo— rogarás por la muerte.

 Gertrudis se giró y habló a sus hombres.

 —Quiero que la violen 24/7. No dejen una hora sin hacerlo. Compren viagra si tienen que hacerlo, y ya saben que deben llamar al médico que está aquí para que la atienda ante la menor señal de que pueda morir. Si muere me encargaré de que sean ustedes los que paguen ¿comprendido?

 —Sí, señora —respondieron todos, y Daniela supo que su destino estaba sellado.

 Los hombres de Gertrudis cumplieron sus órdenes. Pero además, Gertrudis había conseguido a torturadores expertos quienes habían trabajado para temibles dictaduras africanas y asiáticas que eran buscados en múltiples países por crímenes de lesa humanidad. Uno de ellos era un ugandés alto y calvo que se cubría los ojos con lentes oscuros. Entraba al calabozo cargando un maletín como de médico mientras Daniela era situada sobre una camilla y podía ver los instrumentos de tortura que colocaba a su lado. Se le permitía pasar con ella dos horas al día y asegurarse de no matarla.

 Luego siguió un norcoreano, experto en provocar dolor a infortunados disidentes políticos, y el torturador de cabecera de la mafia china, un hongkonés con muchos tatuajes en su cuerpo, seguido de un experto torturador árabe que trabajo para la dictadura de Gaddafi en Libia. Todos y cada uno tuvieron acceso a Daniela por horas, varios días consecutivos con la única condición de no matarla y con jugosos estipendios.

 El médico que Gertrudis pagaba con la única intención de asegurar su vida tomaba sus funciones vitales al menos dos veces al día e intentaba cerciorarse de que sobreviviera.

 —¡Por favor…! —le suplicó Daniela—, por favor, doctor… por su juramento… ayúdeme… haga algo, llame a la policía, ayúdeme a escapar, lo que sea. Haré lo que usted quiera…

 —Lo siento, no hay nada que pueda hacer. Manzano me mataría, si topo con suerte.

 —Entonces máteme, aligere mi dolor, al menos deme un droga que me mate, ella no se dará cuenta.

 —Es probable que sí. Pedirá una autopsia a otro médico que no sea yo si usted perece de forma misteriosa y entonces seré yo en su lugar —dijo guardando su estetoscopio y poniéndose de pie. —Lo lamento —aseguró sin sonar muy sincero. Dejó la bodega y los custodios retomaron los abusos sexuales, aunque no les quedaba nada que no le hubieran hecho ya.

 Sin embargo tuvo algunas pocas horas de calma cuando por fin todos se fueron. Había una pequeña ventana de paz que tenía durante el cambio de turno una vez a la semana.

 —Oh Dios… sé que he hecho muchas cosas malas —rogó—, y seguro merezco esto… pero ayúdame… vendería mi alma al diablo porque esto termine…

 Fue allí cuando escuchó una voz femenina desde una esquina de la bodega:

 —Eso puede arreglarse —le dijo Mefista.

 Daniela pensó que el dolor la había vuelto loca. Observó el origen de la voz y vio una mujer joven gótica cuya raza era difícil de dilucidar.

 —¿Quién eres?

 —Soy Mefista, y puedes hacer que Gertrudis Manzano reciba su merecido —dijo mostrándole un libro viejo y apergaminado—, este es el Septima Demonicum, el Libro de los Siete Demonios. Con él puedes invocar la ayuda de cualquiera de los Siete Príncipes del Infierno. Tu enemiga será castigada en vida y luego irá al Infierno por siempre.

 —¿Y yo?

 —Tú recibirás una maldición cuando menos lo esperes, pero al menos vivirás.

 —Muy bien —dijo—, no tengo nada que perder.

 —Amon será el demonio adecuado —aseguró Mefista rebuscando entre las páginas—, repite esto —ordenó señalando a la invocación. Daniela lo hizo.

 —Micama! goho Pe-IAD! zodir com-selahe azodien biabe os-lon-dohe. Norezodacahisa otahila Gigipahe; vaunid-el-cahisa ta-pu-ime qo-mos-pelehe telocahe; qui-i-inu toltoregi cahisa i cahisaji em ozodien; dasata beregida od torezodul! Ili e-Ol balazodareji, od aala tahilanu-os netaabe: daluga vaomesareji elonusa cape-mi-ali varoesa cala homila; cocasabe fafenu izodizodope, od miinoagi de ginetaabe: vaunu na-na-e-el: panupire malapireji caosaji. Pilada noanu vaunalahe balata od-vaoan. Do-o-i-ape mada: goholore, gohus, amiranu! Micama! Yehusozod ca-ca-com, od do-o-a-inu noari micaolazoda a-ai-om. Casarameji gohia: Zodacare! Vaunigilaji! od im-ua-mar pugo pelapeli Amon Qo-a-an.

 —Excelente, ahora llena con tu sangre la página…

 Gertrudis Manzano se despertó en su enorme y lujosa mansión. Como la viuda de un poderoso jefe de la mafia, había heredado su fortuna y el cuadro de su marido aun colgaba gigante al lado de la chimenea. Pero a quien Gertrudis amaba y extrañaba era a su único hijo Bonifacio cuya foto guardaba al lado de su cama.

 Verlo le traía mucho dolor, pero el que le provocaba a su asesina le reconfortaba.

 Gertrudis bajó las escaleras acompañada de sus perros poodle, cinco en total, que le seguían a todas partes y que eran perros mimados y tratados como nobleza por la servidumbre. Desayunó leyendo el periódico al lado de la piscina con comida preparada por un chef gourmet y traída por sus sirvientes, y luego su chofer la llevó hasta la clandestina bodega donde torturaba a Daniela. Quizás, cuando estuviera satisfecha, le daría muerte pero faltaba para ello.

 Llegó en medio de uno de los abusos cuando uno de sus guardias la obligaba al sexo oral. El jefe del mismo iba a detenerlo pero ella lo impidió.

 —No lo interrumpas, déjalo que termine.

 Y así sucedió.

 Gertrudis se aproximó a aquella chica que parecía un despojo humano tras semanas de furiosas torturas y violaciones.

 —Ah, pequeña —le dijo a la chica encadenada a la pared mientras le sostenía el mentón con una mano—, ha salido cara mi venganza pero vale cada centavo. Estoy por importar a unos torturadores de Rusia y Eritrea, te van a encantar, y a uno que trabaja para el cartel de los Zetas en México. Llegarán pronto, ten paciencia.

 Daniela le lanzó un escupitajo en la cara entremezcla de saliva y semen (que había guardado para el efecto). Gertrudis se alejó de ella por reflejo y luego, sumida en ira, empezó a golpearla con el bastón. Le dio tan duro que le abrió una herida en la cabeza.

 —¡Maldita sea! ¡Bien jugado! —dijo—, pero no te mataré. ¡Traigan al médico! —ordenó mientras se limpiaba la cara con un pañuelo.

 —Necesitará puntadas —aseguró el galeno—, eso puedo hacerlo aquí pero para saber si tiene alguna hemorragia interna o contusión de riesgo necesita radiografías.

 —Si la llevamos a un hospital sabrán que algo pasa y alertarán a las autoridades —aseguró Gertrudis.

 —Hay una clínica privada que administra un amigo mío que hace trabajos para la mafia, no dirán nada si les paga bien.

 —Bien, haga eso —asintió Gertrudis y dejó el lugar.

 Daniela fue llevada a escondidas en la parte de atrás de una camioneta hasta la clínica privada e ingresada por la puerta de atrás con el máximo secretismo. Dentro, y aun esposada a una camilla, se le hicieron las radiografías y otros estudios, pero uno de los médicos que veía el caso no se dio cuenta que dejó un clip caer sobre el suelo al lado de la camilla mientras revisaba el expediente.

 Daniela lucía exánime y demacrada, como si estuviera inconsciente en la cama, y cuando el médico partió apagó la luz. En cuanto estuvo sola Daniela se reanimó, se asomó por el borde de la cama y con ingentes esfuerzos asió el clip, que luego usó para abrir sus esposas.

 Para horror del médico que entró a la habitación poco después y encontró la cama vacía, las esposas abiertas al igual que la ventana por la que escapó.

 —Búsquenla —ordenó Manzano por su celular— y díganle a ese matasanos que es mejor que la encuentren o él tomará su lugar —luego colgó.

 Era de noche, así que se acostó a dormir en la enorme y solitaria cama matrimonial. Observó la foto de su hijo en el buró y apagó la luz de la lámpara. A eso de la medianoche el enorme reloj de péndulo anunció con doce campanadas la hora. Normalmente no la despertaba pero ésta vez así fue.

 —Maldito reloj —murmuró.

 —Fue tu idea comprarlo —dijo una voz a su lado. La extrañada Gertrudis encendió la lámpara y se encontró a su lado con el cadáver viviente de su esposo; cadavérico y momificado, pero era él. Exclamó un grito de horro conforme el cadáver intentó abrazarla y saltó de la cama. Lo miró desde la puerta del aposento conforme el muerto salía de la cama lentamente y decidió no esperar.

 Salió corriendo de la habitación, olvidando su bastón por lo que cojeaba y debía sostenerse de la pared. Recorrió los oscuros pasillos de la mansión y bajó las escaleras a toda velocidad tropezándose y cayendo hasta el suelo.

 Lastimada, la adrenalina le permitió aun así levantarse sosteniéndose del pasamanos de la escalera. Entonces escuchó unos gruñidos de perro.

 “¡Los poodles!” pensó y encendió la luz con el interruptor que estaba al lado de la escalera. Lo que vio no eran sus perros poodle sino cinco furiosos doberman de ojos rojos incandescentes y afilados colmillos.

 Su cojera se curó pues corrió a toda velocidad hasta la terraza cerrando tras de sí las puertas plegadizas. Podía verse a los furibundos podencos opacando el cristal con su aliento.

 Más calmada se alejó de la puerta y se limpió el sudor con su pañuelo.

 —¡Madre! —escuchó a sus espaldas, como viniendo de la piscina. Aterrada se giró lentamente. Caminando por sobre las aguas pero sin tocarlas se le acercaba el fantasma de su hijo; un cadáver más fresco y apenas recién mostrando un semblante fantasmagórico pero con la marca del balazo en la frente donde Daniela le había disparado semanas atrás.

 —¡NOOOO! ¡NOOOO! ¡NO PUEDE SER! —gritó al borde de la locura y desesperada se olvidó de los perros abriendo la puerta de la terraza, los canes emergieron de allí furiosos y la hicieron pedazos.

 Manzano despertó en medio de un mundo volcánico y montañoso con lagos de lava y fuego y donde incontables volcanes activos escupían lava en el horizonte y el cielo estaba siempre lleno del humo y la ceniza que expulsaban.

 —Bienvenida al reino de Amon, el demonio de la ira —le recibió una sonriente Mefista—, donde todos aquellos asesinos sanguinarios y que han matado por ira luchan entre sí eternamente tratando de destruirse unos a otros. Sus heridas nunca sanan y duelen igual que si estuvieran vivos pero jamás mueren.

 Gertrudis comprobó las palabras de la diablesa. En medio de aquél espanto de lugar incontables muertos armados de todas las épocas se atacaban mutuamente sin descanso y sin darse nunca muerte definitiva mientras eran supervisados por el temible Amon: un hombre gigante con cabeza de lobo y alas de cuervo.

 Gertrudis Manzano fue encontrada muerta en su cama a la mañana siguiente por una sirvienta. La autopsia determinó que fue un paro cardiaco fulminante.

 La noticia de su muerte les trajo alivio al médico y a muchos de los hombres de Manzano, quienes ya no tenía que preocuparse por la ira de su ama por haber perdido a la rehén. Al no tener herederos la mansión y todos sus ahorros fueron incautados por el gobierno y entregados a caridad y sus perros poodle fueron adoptados por el médico. Su familia criminal se dividió en guerras intestinas que durarían años.

 Daniela por su parte continuó con su carrera como sicaria tras celebrar la muerte de su captora. Algún tiempo después estaba en una azotea apuntando con su mira a otro target que se le había pagado una jugosa suma por matarlo. En el momento adecuado le voló la cabeza y luego se ocultó tras el borde de la azotea.

 Había sido un disparo perfecto.

 Cuando se levantó para huir (pues debía alejarse antes que la policía llegara) observó frente a sí el espíritu fantasmagórico de Bonifacio Manzano, mismo que se le apareció antes a su madre Gertrudis. Luego apareció otro y otro y otro, incluido el más reciente que acababa de matar.

 Intentó ignorarlos y bajó de la azotea, pero estos la siguieron. Salió a la calle, subió a un autobús y los espíritus estaban allí. Llegó a su casa y allí los encontró, viéndola fijamente. Todos y cada uno de los hombres que había matado.

 Y entonces entendió el precio que le había sido impuesto; deberá convivir con los espíritus de sus víctimas… por siempre. 

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