Madre ambiciosa. 

 

Narrador.

Patricia, la madre de Ignacia: mejor conocida por ellos como la mendiga del mercado, entró a esa casa mirando cada lujo con la boca abierta, dejando ver su ambición desmedida, por el brillo de sus ojos, todos los empleados que la vieron negaron al ver cómo se deslumbraba. 

«Qué ambiciosa» pensaron todos.

India, que es una señora mayor que lleva trabajando en esa hacienda y es la única que conoce bien a Matías, no le agradó la presencia de esa mujer, pero no dijo nada como buena empleada, la llevó hasta las puertas dobles del despacho de su patrón y le indicó con la mano que podía entrar, y antes de irse negó con la cabeza.

—¡Vaya!, mira nada más lo que tenemos aquí, a la ex altanera señora cruz, veo que la vida te ha dado madrazos, ¡qué chingona es la vida! — la saludó él con voz llena de burla, y aunque quería restregarle a la cara muchas cosas, solo se dedicó a reír quedamente, mientras que ella adjudicaba a esa burla que hace apenas meses ella había hecho un pacto con el aun viéndose como señora de alta sociedad a pesar de no tener dinero ni para un caramelo. Ya para esa época su infortunio había empezado todo gracias a su hija Irina.

—Don John, no deberías burlarte qué de estas aguas bebemos todos—, sus labios se convirtieron en una línea recta y él la miró con sus espesas pestañas negras, reflejando el odio en su mirada con ganas de gritarle tantas cosas.

—Si, pero a las viejas presumidas les tocan a cántaros y no a jarros—, le guiño un ojo simulando dispararle con su dedo donde espejea el reloj de oro puro y el anillo que con tanto recelo protege, y ella dejó de pensar en las irónicas palabras, sino que quedó embelesada en las brillosas manos de Matías, no solo porque están tatuadas sino por los anillos que carga y cuando intentó tomar asiento él creó un chasquido.

—De pies te ves más bonita, mis sillas cuestan alta lana, para que la llenes de mugre—, con esa le devolvió con su misma moneda y sin cambio de regreso.

Él suspiró fascinado con la sensación que le causó, poder haber dicho eso, justo como lo ha soñado varias veces y ella que no lo reconoce, -ni siquiera lo recuerda-, lo que hizo fue mirar su ropa rota y sucia que ya no le cabía más inmundicia.

—Dices lo que quieres o te vas yendo, hueles espantoso—, pidió tapando su nariz con ambos dedos y arrugando el rostro cuando el hedor llegó a él.

—Necesito plata—, él se echó a reír.

—¿Y qué dijo esta?, le sobra dinero y lo anda regando como agua al jardín, ¡no señora!

—Me ofreciste dinero para casarte con mi Mariana, ella está en la ciudad, pero puedo hacer que venga. — Patricia, que no aguanta más vivir en la calle, se mostró desesperada y hablaba moviendo su mano como manera de explicar su agitada necesidad.

—Ya no me eres útil. Tus hijas. —Matías hizo silencio y volvió a soltar las carcajadas antes de seguir: — te recuerdo, no son tuyas, porque te la has robado, tengo todos los detalles de cómo hacías que el puerco de tu esposo se acostara con las sirvientas, y luego que las mujeres torpes salían embarazadas las amenazabas y de paso el día que daban a luz a sus hijas se las quitaban. ¡Arderás en el infierno mendiga!

—Legalmente, siguen siendo mis hijas, las tres son muy sentimentales, para que no fuera a prisión no cambiaron sus apellidos maternos, y eso muestra que me quieren, tengo la manera de obligarlas a venir a mí, si me das el dinero te la entrego— propuso sin pensarlo, total ella no las quiere, solo fueron sus monedas de cambio y así las piensa seguir utilizando mientras aparezcan las oportunidades.

—Nunca pedí casarme con Mariana—, ella abrió por demás los ojos mostrando una mirada desorbitada.

—Pero las demás están casadas, o bueno estaban porque Ignacia debe estar quien sabe dónde, ¡mujeres patéticas!, el mono, aunque lo vistan con seda…, — la mujer suspiró profundo y Matías quería rajarse en carcajadas. Le causó gracia ver que esa mujer, sin importar que la miseria se la lleva por pedazos, aún seguía  con ganas de criticar.

—Quiero a Ignacia, — ella quedó pasmada, estaba pidiendo a la más arruinada de sus hijas, — te daré el dinero, pero por Ignacia, ¿tienes manera de obligarla a que sea mi esposa? 

—Con mis manos no, pero puedo darte las indicaciones de cómo lograrlo, siempre y cuando me des el dinero. — Matías agarró su arma chapada en oro con su nombre grabado y la sacó de un cajón de su escritorio, poniéndola sobre la superficie plana y mirando fijo a Patricia, quien se tensó a la vez que creaba un sonido con la boca.

—Bam…, — ella se sobresaltó y su rostro perdió todo color.

—Pero somos adultos— agregó nerviosa.

—Lo mismo digo y yo uno demasiado inteligente para que lo quieras catalogar de estúpido, pides dinero para darme intrusiones—, ella tragó grueso, no pensó que su osadía lo enfureciera.

—Sé que funcionará, te lo juro, sé cómo piensa Ignacia, en dos días haré que sea tu esposa—, explicaba con voz titubeante.

—Primero me das resultados y luego te pago. — Ella no respondió nada y Matías le gritó con tono macabro: — ¡lárgate!

—Espera…, — musitó ella con rodillas temblorosas— sí, acepto.

—Es que no te queda de otra cabrona, vieja, mal parida.

Ignacia.

Me veía a mí misma en una habitación hermosa, respiré y sonreí mirando a mi esposo.

—Puedo venir a verte, o solo me aceptas hoy porque te apetece estar conmigo— pregunté nerviosa entrelazando los dedos.

―Sabes que siempre eres bienvenida aquí. 

―Entonces, ¿eso es un sí? 

―Un sí enorme. ― Cuando Sebastián hablaba conmigo, siempre tenía muy poco que decir e iba directo al grano. Parecía dar órdenes con más frecuencia de la que participaba en una conversación fluida―. Así que ven para acá. 

Paré en la tienda y compré algunas cosas antes de llamar a su puerta. 

Para mi deleite, solo llevaba puesto unos pantalones deportivos, y su pecho esculpido tenía un aspecto mucho más apetitoso que la comida que acababa de comprar. Me miró de arriba abajo con idéntico deseo y los ojos negros como el carbón. 

Es mi Sebastián, mi esposo, pero a la vez parece otro, pues, aunque veía su rostro, su cuerpo es distinto y su mirada por igual.  Pero no importa nada, solo es Sebastián y me conformo con estar a su lado.

―Capricho mío—, algo en mí vibró, su manera tan peculiar de llamarme me hizo sentir tan feliz como hacía tiempo no lo era. 

«Que ha cambiado»

Sus brazos fuertes, con las venas marcadas, se enroscó alrededor de mi cintura y tiró de mí hacia dentro.

Dejé caer la bolsa en el suelo de madera y le rodeé la estrecha cintura con los brazos. Su piel estaba caliente y me brindaba esa calidez en comparación con el frío del exterior. Mis uñas se clavaron en él automáticamente, al igual que hacían cuando hacíamos el amor. Mis garras se hundieron en él porque no quería dejarlo marchar jamás. 

Me besó en el cuello y pasó los labios por mi mandíbula hasta besarme la barbilla. Lentamente, llegó hasta mis labios antes de darme un beso ardiente en la boca. Respiró sobre mí mientras sus brazos me estrechaban como una serpiente asfixiando a su presa. Me devoró como si hubiera estado pensando en mí todo el día, esperando el momento en que volviéramos a estar juntos. 

―Te he echado de menos, rubia hermosa. 

―Yo siempre te echo de menos, esposo. 

Siempre que me besaba, yo perdía la voluntad. Me convertía en una mujer débil y mis rodillas eran incapaces de sostener mi cuerpo. Me hacía cosas increíbles, consiguiendo que olvidara toda lógica y toda concentración. Una parte de mí adoraba el efecto que tenía sobre mí, pero otra parte lo odiaba. Mi corazón estaba perdiendo la batalla del poder y, poco a poco, me iba rindiendo a aquel hombre que siempre ha sido el amor de mi vida. No me importaba ignorar la manera en la que me apartó de su lado cuando me pidió salir de casa, pero daría cualquier cosa por volver a vivir junto a Sebastián.

―Estupendo. — apretó sus labios contra la oreja―. Eso debe de querer decir que estoy haciendo algo bien. 

Le rodeé el cuello con los brazos y apreté la cara contra su pecho, sintiéndome completamente segura junto a aquel hombre tan fuerte. Tenía la columna orgullosamente erguida. Yo nunca bajaba las defensas, pero se me estaban desmoronando poco a poco. Y lo peor era que yo quería que se derrumbaran. Confiaba en aquel hombre tanto como en mi propio padre. El mundo no parecía tan frío e implacable con Sebastián de regreso en mi vida. 

Apoyó el mentón en mi cabeza mientras me abrazaba junto a la puerta; su pecho, que ahora es duro, se ensanchaba con cada respiración.

«Y si estoy soñando, no, esto no puede ser un sueño, Sebastián me ama igual que yo a él» 

― ¿Va todo bien, cariño? 

―Todo va genial. Es solo que me gusta que me abraces así. Me posó los labios en la frente y depositó un suave beso contra mi piel. ―Entonces te abrazaré así para siempre. 

—Mamá… despierta, deja de hacer esos sonidos mientras duermes, me asustas—, con el llamado de mi hija, despierto y como un río de agua helada toma su caudal, siento un surco en el pecho que apaga la felicidad que viví dentro de ese sueño con Sebastián, aceptando que está sigue siendo mi deprimente realidad.

«Deja de soñar, es mejor evitar el dolor» me advierte mi subconsciente.

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