Ernesto todavía cuida a Camelia, mientras ve el desorden a su alrededor y a su compañero fuera de control, todavía golpeando el cuerpo inerte de Leandro.
—¡Deja eso, Israel, y ve a ver si la abuela está bien! Tenemos que ir al hospital, señora. ¿Por qué no nos llamó? —el grito de su compañero atraviesa la niebla de su mente. —Israel, haz lo que te pido, yo avisaré a todos. —¡No, no quiero que nadie se entere! —el grito de Camelia suena extraño, histérico, irreconocible incluso para ella misma. El pensamiento de que otros lo sepan, que la miren con lástima, que susurren a sus espaldas, le resulta tan insoportable como la violación misma—. ¡Nadie debe saberlo, nadie! ¡Prométanlo! Sus palabras salen como un rugido desesperado, mientras siente que su cordura pende de un hilo cada vez m&aac