Estaba en ese estado de letargo perfecto, donde el sol me calienta la piel y la música me aísla del mundo. Mi celular era mi escudo; podía saltar de la energía vibrante del K-Pop a la melancolía del soul más añejo sin que nadie me juzgara. Me desplazaba por mis redes sociales, tumbada en la cama de sol junto a la piscina, cuando una sombra intrusiva me arrebató la luz.
Levanté la vista. La silueta imponente de mi padre estaba allí, vestido con uno de sus inmaculados trajes azul oscuro, el uniforme de su ambición. Su rostro, siempre una máscara de control y seriedad, presagiaba una de esas inevitables conversaciones. Me quité los auriculares, la música desvaneciéndose
.
—¿Te pasa algo, papá? —Pregunté, mi voz teñida de una seriedad que no era más que hastío.
—Te traje algunos regalos. Cosas del trabajo —dijo, su tono extrañamente neutro.
—Te he dicho mil veces que no envíes a tu secretaria a comprar mis regalos —repliqué, la irritación asomando. Esos obsequios no eran para mí; eran para la imagen de la hija perfecta.
—Esto es importante, Mía. Hoy llega tu madre de París.
Sonreí con amargura.
—Ah, ya veo. Hoy fingirán de nuevo que no tienen problemas maritales y que son el matrimonio perfecto para las cámaras. ¿Es el show de la estabilidad el que toca esta noche?
Su mandíbula se tensó.
—No voy a discutir asuntos matrimoniales contigo. Quiero que te arregles. Esta noche hay un evento importante.
—¿Y si tengo planes? —Mi pregunta no era una sugerencia; era un desafío.
—No importa. Tus planes quedan anulados. Debes asistir. Además, hoy te presentaré a alguien clave.
—¿A tus socios viejos, esos "rabos verdes" que te ayudan a subir en las encuestas?
Me miró con una paciencia forzada, la misma que usa con sus electores.
—No. A personas de tu edad. Para ver si por fin haces algo productivo con tu vida, Mía.
Sentí la punzada de su menosprecio habitual. Era el congresista, el aspirante a gobernador, y yo era su proyecto fallido.
—Papá, este año entro a la facultad de Medicina. Hablo en serio.
—Has cambiado dos veces de carrera en dos años.
—Ambas fueron tu opción. Elegiste leyes, elegiste economía. Esta es la mía. Quiero ser útil, no una extensión de tu plataforma política.
—No discutamos más, princesa. Solo prepárate —Cortó la conversación y se alejó con esa aura de poder inamovible que lo definía.
Lo observé irse. Él, con su objetivo de ser gobernador de Nueva York, y mi madre, una diseñadora de fama mundial. Yo era el punto de convergencia de sus ambiciones frustradas, pero no quería nada de eso.
Tengo veinte años y el pánico de empezar de cero me carcome. No es por la edad, sino por la eterna etiqueta de ser la hija de los Stiller. Jamás he tenido una vida normal. Vivir bajo reglas, bajo la constante observación de lo que reflejas, es agotador. Es imposible saber quién está a mi lado por mí, o simplemente por el reflejo del poder de mi apellido.
Apagué el celular y me levanté. Caminé hacia la mansión. Columnas neoclásicas, alas recién remodeladas, guardias discretos, el ama de llaves moviéndose como un fantasma eficiente. Un ciclo de remodelación cada seis meses, para que todo luzca siempre nuevo y perfecto.
Llegué a mi habitación, que había sido transformada en un palacio minimalista y frío. Me dejé caer en el enorme colchón. Sonreí amargamente. A pesar de toda esta opulencia, no tenía nada, y me sentía sola. Y en mi soledad, mi mente siempre regresaba a él. Al recuerdo fugaz que, sin nombre ni rostro claro, había marcado mi vida.
Flashback: El Deseo de una Estrella
—¿Fiesta de máscaras? ¿En serio, Mía? —Mi amiga, Sasha, miraba el salón con escepticismo.
—Sí. Siento que es la única manera de sentirme como la cumpleañera de dieciocho años que supuestamente soy. Con una máscara, nadie espera que sonría o sea la futura Señora Stiller.
No dije más. Necesitaba aire. Escapé al jardín trasero y me senté en el pasto, sintiéndome como una intrusa en mi propia celebración.
—No es normal que la cumpleañera esté aquí —dijo una voz grave y desconocida a mi espalda.
Me giré, asustada.
—¿Quién eres?
—Una persona que te ha observado toda la noche —respondió, su voz divertida.
—¿Un guardia aburrido?
Rio, una risa profunda y resonante.
—No. ¿Es necesario decir nombres?
—¿Y si eres un secuestrador?
—Si lo fuera, no habría pasado la seguridad de tu padre. No soy tan descuidado.
—Punto a tu favor —respondí, riendo mientras él se sentaba a mi lado, la tela de su costoso traje rozando mi vestido. Su máscara era sencilla, plateada, cubriéndole solo la parte superior del rostro.
—Deberías estar en tu fiesta. Por cierto, felicidades.
—Es más una fiesta de negocios para mi padre que mi cumpleaños.
—¿Tienes algún deseo de dieciocho años?
—Ser libre.
Se levantó y me extendió la mano, un gesto caballeroso y tentador.
—Ven.
Mi corazón latía con una adrenalina desconocida. Era un extraño, con una máscara que me negaba su identidad. Aún así, acepté su mano. En ese momento, él representaba la única posibilidad de libertad que había conocido.
Fin del Flashback
El golpe en mi puerta me sacó del ensueño. Me levanté de golpe y me puse una bata antes de abrir.
—Mamá.
—Mi niña, ¿por qué no te has arreglado? Ya están aquí el peluquero, los maquillistas... —Su mirada era severa pero adornada con la perfección parisina.
—¿Acabas de llegar de París?
—Sí, llegué preparada. Así que vamos. Esta noche es importante —No era una súplica; era una orden velada.
Suspiré, resignada. Me sometí al calvario de las cinco horas, el ritual de la perfección. Cuando me vi al espejo, era una obra de arte inaccesible. Llevaba el vestido rojo que mi padre me trajo, y en mi cuello, discretamente, el pequeño collar con una medalla de estrella que me regaló aquel chico.
—Ese collar no te queda bien con el atuendo, Mía.
—Solo es una medalla. No le resta nada al Balenciaga.
—No discutiré. Te ves hermosa —Su rostro se suavizó un instante. —No lo digo mucho, pero a mi manera, te amo. No lo olvides.
Su "a mi manera" era la clave de toda mi vida: un amor condicional, envasado en reglas y apariencias. Suspiré y la seguí.
La fiesta estaba en uno de los hoteles más prestigiosos de Manhattan. El protocolo era asfixiante: alfombra roja, destellos de los fotógrafos, sonrisas falsas dirigidas a la cámara. Mi padre se movía entre sus socios, un depredador social en su hábitat natural, hasta que me llamó para presentarme, como siempre.
Pero esta vez, mi atención se desvió antes de que él hablara. Vi a un hombre caminando hacia nosotros. Era alto, no aparentaba más de veinticinco, y a pesar de su traje impecable y su apariencia amigable, su rostro poseía un semblante serio, calculado. Cabello castaño, ojos oscuros, una presencia que dominaba el espacio. Me observó y sonrió. Una sonrisa encantadora.
—Es un gusto tenerlo aquí, Congresista, y a su familia, claro está.
—Señor Miller, ella es mi hija Mía. Mía, él es el CEO del momento.
—Es un poco exagerado —comentó él, con un brillo en sus ojos que no descifré.
—Un placer, Señor Miller.
—¿Querría que le muestre el lugar, Mía?
—Es una excelente idea —dijo mi padre, alejándose abruptamente y dejándome a solas con él.
—Me imagino que este es su hotel —dije, buscando un punto de ataque
—Es de mi familia. Y sí, soy el dueño actual. ¿Quieres conocerlo
—Señor Miller, ¿qué puedo conocer de un hotel que no conozca ya? Sé que me está pidiendo bailar, no un tour.
—Eres adorable —Respondió, ignorando mi sarcasmo. —No me trates de ti, me haces sentir viejo. Vamos a bailar.
—No creo que sea buena idea.
—No fue una pregunta. Sé que estás aburrida, Mía Stiller.
—¿Cómo lo sabe?
—Tu cara lo demuestra todo. La princesa perfecta está desesperada por escapar.
Y bailamos. Entre risas y bromas, sentí una química innegable. Él me entendía, captaba mis ironías y parecía ver la verdadera Mía detrás de la máscara de porcelana. Hacía tanto tiempo que me sentía sola, que este vacío se volvía un abismo. Sentí nervios, esas extrañas mariposas que no podía explicar.
Me sonrió y me extendió la mano para un último baile.
No podía imaginar que este sería el inicio de mi fin. Que esta persona que parecía una oportunidad de escape, con su sonrisa encantadora y su personalidad magnética, se convertiría más adelante en mi verdugo. Un hombre destinado a cambiar mi vida para siempre, atándome a él con un contrato más fuerte que cualquier lazo de sangre.