—Parecía lamentable la otra noche, ¿verdad? —me preguntó Irene en la puerta, luciendo un traje que costaba más que mi sueldo de tres meses, pendientes de diamantes falsos (o eso me repetía para no odiarla) y un maquillaje tan impecable que hasta el espejo del baño parecía admirarla.
Si "lamentable" era lo que yo parecía, llevaba dos horas en casa de Iren limpiando, no podía comprender como una sola persona podía poner patas arriba un departamento en menos de cinco días.
—No, qué va —mentí, rociando el inodoro con blanqueador como si fuera agua bendita para exorcizar su ego.
—Antes la gente hacía cola para venir a mis fiestas —suspiró, ajustándose un rizo inexistente.
Me di cuenta de que no le importaba mi opinión. Solo quería un público para su monólogo de pobrecita yo. Pero escuchar los dramas de los ricos no estaba en mi contrato.
—La gente en esta ciudad es falsa. ¿Sabes? Te aman cuando tienes dinero, pero en cuanto tropiezas, te mandan al frío como a un salmón en oferta.