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Se había jurado años atrás no llorar si esta situación se presentara en su vida. Lo tenía tan claro que su ira subió a los cielos cuando sintió como algo frío recorría su mejilla deslizándose lentamente, mojando su ropa.

Sabía que se había saltado varios semáforos en rojo y esperaba que los peatones a los que estuvo a punto de arrollar tuvieran corazón fuerte para reponerse de casi morir. Pero… realmente no le importaba, nada lo hacía en estos momentos.

¿De qué le servía ser reconocida? ¿De que servía saberse importante para muchos? Ella, una arquitecta de profesión. Todos sabían que era el referente a seguir para el diseño y maquetación con respecto a las estructuras modernas y futuristas. Faltaban dedos para contar las edificaciones construidas con aires revolucionarios y ni qué decir de los premios que ostentaba lucir en su oficina.

Para que profesar amor, a ella, Anastacia Banes, donde todos habían llevado su nombre al simple diminutivo de Ann. Alta, esbelta, de personalidad arrolladora, carácter firme, elegante y su actitud jovial que destacaba donde llegaba, ¿Para qué tener tanto y saberse tan capaz?

A su mente vino la respuesta como si fuera arte de magia. Simple… para ser engañada por un vil patán. Aquel que le habría prometido el cielo en la tierra.

No era la mujer dulce, tierna y entregada al hogar, pero si una muy apasionada en lo sentimental y estable económicamente por mérito propio.  Podía ser el prospecto de muchos hombres, y el pedestal para muchas mujeres, pero al único que le había abierto su corazón y su ser fue a él, Jonathan Muster. Y por eso es que le había dolido tanto.

Y vaya que muchos le advirtieron, hasta su propia secretaria lo mencionó abogando a la confianza entre ambas. “Seguirá a tu lado, te adorará, venerará, siempre y cuando no pierda el interés en ti”. Rememoró aquella frase al punto que su estómago se revolvía. Su reputación de mujeriego no la tenía debido a los chismes, no era por gusto, se la había ganado a pulso y bien ganada.

Pero ella había hecho caso omiso a las recomendaciones. La razón era muy sencilla.

-Lo amo- suspiró agitada- Lo amo con todo mi ser- golpeó el volante irritada por el cúmulo de sentimientos que avasallaba su cuerpo.

De verdad lo amaba, un año y medio de relación en donde habían afianzado lazos, se habían vuelto uno en muchos sentidos, las discusiones no eran frecuentes, pero adoraba el cómo se resolvían. Llegaban a buenos acuerdos luego de unos calientes y ardientes besos en la cama, bueno, tenía que reconocer que no todo eran besos.

-Soy la estúpida mayor, los premios que he ganado deberían llevar el lema “Cornuda”- susurró con los dientes apretados- La cornuda en su propia cama, ¡En su propia habitación!- gritó después en un intento de soltar su frustración inútilmente. Sus puños dolían de tanto golpear el volante queriendo enterrarlos en el rostro de su ex pareja.

La palabra “Amor” no era suficiente para definir lo que sentía por Jonathan. Había dejado de lado varias oportunidades de trabajo en el extranjero, alejó a muchas amistades y hasta su propia familia para seguir a su lado, para que nada perturbara su paz. Era increíble lo ciega que había sido todos estos años.

En ese momento se percató como en el asiento derecho algo vibraba sacándola de sus amargos pensamientos. Deslizó el cierre para revelar su móvil mientras su bolso no dejaba de moverse mostrando la infame fotografía en su pantalla, bajo la insistencia del hombre que, llamada tras llamada, mensaje tras mensaje se entendía con el buzón. Para estas alturas el correo de voz debía de estar lleno.

Sería un iluso si pensaba que ella le iba a responder. Vergüenza era la única palabra que él no conocía, sino no le hubiera hecho aquello.

Ann miró con gran desprecio aquel aparato y sin pensarlo dos veces lo arrojó con violencia por la ventana del coche sin importarle lo que estaba guardado en él. Cada segundo que pasaba se agolpaba en su ser, un odio descomunal para con él. Aquella bofetada que le dio no era nada frente a la idea de dejarlo inválido o muerto por la serie de golpes que se prometía propinarle por lo que le había hecho. Quizás pasarle por encima con su auto podría estar entre las opciones. Esa de seguro ella disfrutaría.

Todo su panorama cambió al notar la señalización del desvió que la conduciría al sur de la ciudad. Su mente se iluminó. Su nuevo destino estaba marcado, el distrito de Alberta esperaba por ella. Corrió el cabello desordenado de su frente hacia atrás y se limpió el rostro. Giró con destreza el manubrio y tomó el destino hacia su la ruta deseada con la cabeza funcionando a mil.

Tener el peor día no implicaba dejarse ver destruida, como si lo estaba en su interior. Así que mientras esperaba que las rejas al condominio abrieran para continuar su desplazamiento, se arregló su cabello y puso una ligera capa de maquillaje en su pálida piel y arregló su labial. No necesitaba identificación, el Audi blanco perla hablaba por ella, lujos que se podía dar dado su trabajo y prestigio. Tomó su bolsa y bajó del vehículo entregando las llaves al valet parking.

No perdió tiempo y entró a toda prisa buscando al futuro heredero de tan majestuoso lugar.

-¿Dónde está James?- preguntó a las empleadas que encontró en el lobby.

Doraline, la jefa de llaves, tembló al escuchar su tono de voz siendo incapaz de responderle.

-Se encuentra en la Biblioteca, Ann- una joven salió del gimnasio mirando fijamente a la recién llegada.

Estaban familiarizadas, no era la primera vez que la mujer visitaba a la residencia de los Keith. Si bien su relación principal era con James, con el cual había compartido años de universidad, Ann había forjado lazos de amistad con los miembros de la familia, siendo ella la diseñadora de su casa de verano.

Su actitud se relajó mientras Lara le brindaba una mirada apacible. A los ojos de la más joven de la familia, Ann era una mujer integra, un ejemplo a seguir en todo sentido. Si supiera que no era tan perfecta como se veía, sobre todo en lo sentimental.

-Te lo agradezco, Lara- expresó más tranquila, dirigiéndose escaleras arriba.

-¡Espere señorita Ann!-

-Déjala estar Doraline-  intervino la chica deteniendo a la jefa de llaves -Ella ya conoce la casa, sabe cómo llegar-

-Pero, señorita Lara, el joven James se encuentra con…-

¿Importaba con quién estaba?

Para ella era un rotundo No. Con lo que traía encima necesitaba encontrar una guía sobre qué hacer ¿Que más daba entrar sin ser anunciado? Con ese pensamiento en mente Ann abrió la puerta y se introdujo en su interior, encontrándose al hombre sentado en el mullido sillón de la estancia.

Tener que recurrir a alguien más hubiera sido algo molesto y tedioso, en especial por las circunstancias. Se caracterizaba por ser reservada así que tampoco es que contara con una larga e inmensa lista de amistades a las cuales acudir, pero él destacaba entre todos por su imparcialidad, su experiencia y por ser la única persona que no le recriminaba ninguna de sus decisiones.

Grande fue la sorpresa de James al encontrarse directamente con el rostro de su amiga empañado de rabia, dolor e impotencia, a esta entrar. Normalmente ella solía llamarlo antes de presentarse así… por cortesía.

-Ann, ¿Qué haces aquí?- preguntó preocupado James parándose de golpe. Algo de seguro había pasado.

-Calmado y quieto, no debes fingir sorpresa- indicó Ann -Vengo a hablar contigo de algo impor…-

Pero algo la hizo quedarse a mitad de palabras y sintió como todo lo que traía guardado explotó en ese momento al mirar detrás de su amigo. De todas las personas… él.

-¿Qué demonios haces en este lugar?- preguntó casi gritando frunciendo tanto el ceño que le dolió.

El tercero en la habitación levanto su mirada para fijarla en la mujer.

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