Desperté el sábado por la mañana con el estómago revuelto, no debí haber comido esa comida tan grasosa. Desde que empecé a comer esas cosas, sentía mi vientre más hinchado y había subido un poco de peso.
Tomé un medicamento para las náuseas y fui al centro a vender mis lacitos.
Ya había aprendido el camino al centro, y como salía temprano, el sol no me quemaba tanto. Me sentaba en cierto punto de una plaza muy concurrida y colocaba los lazos a la vista. El lugar era estratégico, por donde pasaban muchas personas; había días en los que vendía todos, pero otras veces, casi ninguno.
Eran casi las dos de la tarde y logré vender casi todos, solo me quedaban dos, así que decidí que ya era hora de volver a casa. Guardé mi bolsa y me levanté. De pronto, todo a mi alrededor empezó a dar vueltas, mi vista se oscureció y sentí mi cuerpo caer al suelo.
— Señorita, ¿me escuchas?
Escuché la voz de una persona llamándome.
— Llamamos a una ambulancia, no se preocupe — dijo otra voz.
Mis ojos comenzar