Capítulo 3: Enfrentamientos

—Señora Olivieri, ¿es cierto lo que su esposo le dijo a la policía? —insistió Ignazio al no obtener respuesta.

La mujer estiró las piernas con una mueca de dolor. Se había encogido hacia la cabecera cuando su esposo intentó acercarse. Una muestra de que su esposo la asustaba. 

No era la primera vez que trataba a una mujer abusada. Los signos eran evidentes.

Se acercó a ella y la sujetó con delicadeza para ayudarla a acomodarse. Su paciente estaba en condiciones de realizar mucho esfuerzo. Ella lo miró con recelo, pero no rechazó su ayuda.

—Cuando ingresaste —continuó al ver que ella permanecía en silencio—, noté algunos moretones en tus brazos que no fueron provocados durante tu último ataque.

—¿Qué importa lo que yo diga? —preguntó ella con resignación—. Él ya le contó a la policía lo que sucedió y nadie se atreverá a cuestionarlo. ¿O vio a algún policía interesado en tomar mi declaración?

Ignazio hizo una mueca. Se había preguntado un par de veces porque nadie se había acercado a él para solicitar hablar con la paciente. La policía debía de haber visto las lesiones de Rodolfo y tendrían que haber sospechado algo.

—A mí me importa. —No iba a mirar para otro lado al ver que ella sufría de abuso.

La mujer lo miró con curiosidad y luego sacudió la cabeza como si negara a creer en él.

—Podría dejarme a solas, quiero descansar.

Era consciente que no sería fácil convencerla de que estaba tratando de ayudarla.

—Por supuesto. Regresaré más tarde para ver como continúa. —Se dirigió hasta la puerta y se detuvo antes de salir. Giró la cabeza y la miró sobre el hombro—. No sé cómo él llegó a entrar, pero le aseguro que no se volverá a repetir.

Una chispa de esperanza brilló en los ojos de la mujer.

—Ricci —dijo ella.

—¿Disculpe?

—Mi apellido de soltera es Ricci. Si tiene que ser formal prefiero que me diga Señora Ricci, aunque preferiría simplemente Luciana.

Esa era la oración más larga que había dicho en todo el día. Tomó aquello como un avance. 

—Entiendo, Luciana.

—Gracias. —Ella cerró los ojos.

Ignazio estaba furioso cuando abandonó la habitación. Había dejado órdenes estrictas de que nadie podía ver a su paciente y aun así el esposo había llegado a pasar. Alguien iba a pagar por aquello.

La recuperación de su paciente dependía de su tranquilidad. Sin embargo, debido a que sus órdenes fueron pasadas por alto ella casi había vuelto a tener otra crisis.

—¿Quién dejó pasar al señor Olivieri? —demandó al ver a la jefa de enfermeras esperando afuera de la puerta.

—El director del hospital. El esposo lo contactó personalmente y logró convencerlo de que le permitiera acceso. El director nos llamó poco después para ordenarnos que lo lleváramos a ver a su mujer.  El señor Olivieri estaba aquí cuando la llamada sucedió y no tuvimos tiempo de avisarte.

No era culpa de su equipo, ellos habían cumplido sus órdenes hasta que el director interfirió. Bueno, al parecer necesitaba recordarle algunas cosas al hombre.

—Las órdenes se mantienen y asegúrate de llamar al personal de seguridad si él intenta acercarse a esa habitación otra vez. Yo lidiaré con las consecuencias.

—Sí, doctor —dijo la enfermera con una sonrisa. Ella conocía el tipo de persona que era el doctor De Luca. Era uno de los pocos en realidad se preocupaba por el bienestar de sus pacientes más que por hacerse famoso y rico—. Ese hombre no me agrada ni un poco.

—Ya somos dos.

Dejó atrás a la enfermera y se dirigió hasta la última planta donde estaban las oficinas del hospital.

El doctor Marini levantó la mirada de los documentos que tenía en mano y abrió los ojos con sorpresa al verlo entrar a su oficina.

—Ignazio, no esperaba verte en mi oficina.

Apretó los dientes. Odiaba que él se sintiera en la suficiente confianza como para llamarlo por su nombre. No eran amigos, su relación siempre había sido meramente profesional.

No era un secreto para nadie lo arrogante que era aquel hombre. La fama de ser uno de los médicos más reconocidos del país se le había subido a la cabeza y había borrado cualquier rastro de humildad, si es que alguna vez la había tenido.

En su opinión personal, era un completo idiota. La única razón por la que lo toleraba era porque era el director del hospital y, por lo tanto, su jefe. Pero no iba a dejar que se metiera en sus decisiones sin una justificación válida.

—Debiste esperarlo, después de que interferiste en mis decisiones.

—Asumo que esto es porque le di acceso a uno de los familiares.

—Es bueno saber que estamos en la misma página —dijo con molestia—. Es mi departamento y yo decido como lo manejo. Tenía buenos motivos para ordenar que nadie se acercara a mi paciente y tú me desautorizaste frente a mi equipo.

—Tienes que entender que el señor Olivieri es alguien importante. Ofreció realizar una donación importante para nuestro hospital a cambio de ver a su esposa durante unos minutos. Era una buena oferta y no iba a rechazarla.

—Me importa muy poco quién sea y cuánto dinero te haya ofrecido, seguimos siendo médicos. Nuestra misión es cuidar de la salud de nuestros pacientes. —Lo señaló con un dedo—. Puede que la mujer este aquí por culpa de su esposo y tú le diste libre acceso a ella. Bravo, bien hecho.

Su jefe tuvo la decencia de lucir avergonzado, pero no se disculpó. Tampoco esperaba que lo hiciera.

—No puedes hablarme en ese tono soy tu jefe y harías bien en recordarlo.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Despedirme? Adelante, hazlo. Hasta que mi carta de despido no este sobre mi escritorio, mi equipo lo manejo yo y harías bien en recordarlo.

Se dio la vuelta y salió de la oficina.

Ignazio aún estaba molesto cuando una de las enfermeras entró a su consultorio para avisarle que el señor Olivieri exigía hablar con él. Eso era genial. Como si no hubiera tenido suficiente de él.

—Hazlo pasar, por favor y si no sale de mi oficina en diez minutos manda a seguridad.

La enfermera asintió con una sonrisa. 

El hombre entró a su consultorio como si fuera el dueño del lugar. Le tomó todo su autocontrol no darle una patada en el trasero de regreso por donde había llegado. Eso le enseñaría una lección. A ver si podía enfrentarse a alguien que si pudiera devolverle los golpes.   

—¿Qué es lo que desea? —No estaba con ánimos de andarse con rodeos.

—Exijo que me deje ver a mi esposa. Debería estar a su lado. Me necesita, pero por alguna extraña razón usted me impide cuidar de ella. Me dijo que podría pasar a verla en cuanto despertara.

—Su esposa no quiere verlo. Mi trabajo es asegurarme que ella no sufra ningún estrés mientras se recupera.

—¿Cuánto quieres?

No era la primera vez que trataba con un imbécil y no sería la última. Si se exaltara cada vez que se encontraba con uno, habría perdido la licencia hace tiempo.

—Creo que es hora de que se marche. Puede solicitar actualizaciones sobre su esposa, está en todo su derecho; sin embargo, no tiene permitido acercarse a ella a menos que esté de acuerdo.

—Voy a llevarme a mi esposa a otro lugar. Es claro que en este hospital no pueden tratarla. —El hombre le dio una mirada de suficiencia—. Apenas hace un momento vi como tenía una crisis y ustedes no hicieron nada para ayudarla. Ella necesita personal capaz.

—Y como le dije antes, esa ya no es solo su decisión.

—Mi esposa no está en las condiciones mentales para decidir nada. Como su esposo es mi deber asegurarme de velar por su bienestar.

—¿Y es eso lo que hacía cuando la golpeó?

Sus palabras tomaron por sorpresa a Rodolfo y le costó algunos segundos recuperarse.

—No sé de lo que está hablando.

—Sí que lo sabe y si no quiere que llamé a la policía, le aconsejo que se vaya.

—No debería creer todo lo que ella le dice.

—Ahórrese las mentiras ensayadas que le dice a todo el mundo, me las conozco muy bien.  

—No tienes idea de con quién te estás metiendo —amenazó él.

Aquello era solo una muestra de lo acostumbrado que estaba aquel hombre a utilizar su nombre para salirse con la suya. Esta vez, sin embargo, no le iba a servir de nada. Ignazio no le tenía miedo.

—Si eso es todo, voy a pedirle que se retire. Tengo trabajo que hacer. 

Rodolfo parecía querer decir más, pero al final se fue en silencio. Era un hecho que no sería lo último que sabría de él. Aquel sujeto estaba demasiado acostumbrado a salirse con la suya sin importar las consecuencias.

Ignazio podía encargarse de cualquier ataque que intentara en su contra. Tenía los recursos para defenderse. Luciana, por otra parte, estaría indefensa ante él tan pronto saliera del hospital. A menos que le consiguiera ayuda y sabía quién podía brindársela.

—Hola, hijo. Debería sentirme halagada de que un hombre tan ocupado como tú tenga tiempo para llamarme.

Sonrió.

—Hola, mamá.

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