DOCE CUADRAS Y UN MUERTO 2

   Con ese cerco legal no le quedaba más remedio que seguir cuidándolo aunque fuera muchísimo menos que antes, pues el grueso del trabajo recaía sobre las monjas, pero para él era una carga todavía más pesada, pues ahora su incapacidad para ser feliz y normal no tenía la justificación del hermano. En su mente estaba unido a algo que le arrastraba a lo profundo de la infelicidad. De nada le valía tener el dinero, el tonto estaba allí, burlándose de él; en las mujeres que pagaba para tener un sexo cada vez menos placentero, en cada noche solitaria, en cada persona que rehuía de su compañía, en cada segundo que pensaba en Albert por la fuerza de la costumbre, porque despertaba en medio de la noche creyendo escuchar a su padre maldiciéndolo, porque soñaba con su madre explotándole el vientre y llenándolo con su pestilente inmundicia, porque miraba hacia atrás y no podía ver más que su vida encerrada en una pequeña casa y miraba hacia adelante y se veía envejecido al lado de aquel ser tan odiado; odiado con la misma fuerza de aquel día en que no pudo verse con la única chica que le aceptó una cita y al bobo se le ocurrió hacerse caca en medio del cine, provocando la peor vergüenza que jamás sintiera. Después de tanto tiempo aún le odiaba y ese odio que carcomía su vida, solo se calmaría cuando su hermano estuviese bajo tierra, o al menos eso era lo que pensaba.

  Pasó por encima de un hueco en la acera y siguió caminando con una sonrisa malévola en los labios. No era la primera vez que este pensamiento cruzaba su mente; desde hace años ya venía jugueteando con la idea. Lo único que le impedía realizarla era que no se le había ocurrido la manera de salir ileso. Matarlo era fácil; Albert era tan manso como un cachorrito y al llegar a la casa ya la criada se habría ido. Abriría la puerta con sus llaves y tomaría cualquier objeto pesado que sirviera como arma, por ejemplo, el busto que tanto odiaba de Napoleón, que estaba en  la repisa frente a la puerta. Era de bronce fundido y pesaba lo suficiente con su base de mármol, bastaría un solo golpe. Seguro el hermano estaría sentado en su butaca preferida, de espaldas a la entrada y dejando ver sólo su cabeza. Luego envolvería el cuerpo en uno de los tantos nylon que abundan en la casa. Lo llevaría a la cochera que da a la parte trasera de la casa, lo metería en la cajuela del auto y saldría a dar una vuelta, como hacía a menudo para que no se rompiera por falta de uso. El coche era un trasto viejo que dejó el padre en el garaje y que tanto adoraba en vida por la tonta razón de ser el primero que compró con dinero propio y que, además, nunca le dejó ni tocarlo. Luego conduciría tres kilómetros al este, por un camino solitario que conocía muy bien y que llevaba a una curva ladeada por una baranda que mal protegía a los conductores de caer en un precipicio de unos cincuenta metros, terminado en un tupido bosquecillo de abedules. Allí, en la curva, rociaría el interior del auto con combustible y lo lanzaría al vacío después de poner en el asiento del conductor el cadáver de su hermano y haberle prendido fuego. Entre los árboles el auto se consumiría hasta las cenizas antes de que alguien lo viera. Luego volvería caminando y denunciaría que su hermano, con problemas mentales, desapareció sin dejar rastro junto con el viejo Ford de papá.

  Claro que esto desataría una búsqueda exhaustiva y el banco, junto con los abogados, removerían cielo y tierra para quedarse con el dinero del seguro, lo que quizá lo llevaría a la cárcel. Seguramente si fuera él quien muriera ni se preocuparían por encontrarlo. William se detuvo en seco. Aún le faltaban dos cuadras para llegar, pero una idea cruzó por su mente como un rayo.

 — ¿Cómo no se me había ocurrido antes? —dijo en voz alta sin darse cuenta.

  Por primera vez en muchos años brilló una luz en sus ojos. Había dado con la solución a todos sus problemas. De un solo golpe saldría de su hermano, se desentendería del taller con sus problemas y ganaría suficiente dinero para vivir sin mucho lujo, pero cómodamente. Además, nadie le molestaría nunca más. El que tenía que morir era él. Ahora todo estaba tan claro, que no superaba el hecho de no haberlo imaginado antes.

  William echó a andar más rápido que de costumbre y al mismo tiempo aceleró también su mente. Haría todo exactamente como lo había imaginado por tanto tiempo. Todo excepto el denunciar la desaparición de Albert. Después de matarlo y antes de echarlo por el precipicio, cambiaría sus ropas y prendas con las de su hermano y esperaría a la criada que siempre venía por la mañana, haciéndose pasar por Albert hasta que descubrieran el accidente y su cuerpo calcinado.

  No sería nada difícil, pues conocía cada gesto y pose de su hermano, lo podía imitar sin ningún esfuerzo, hasta sería divertido. Podría reírse en la misma cara de la policía, de los abogados y del seguro, sería una actuación maravillosa, increíble. El seguro le pagaría los cincuenta mil dólares por la supuesta muerte de él, y los talleres se rematarían antes de caer en bancarrota, para poner el dinero en un fideicomiso que le reportaría beneficios de por vida.

  Después de unos años iría recobrando la salud milagrosamente y quizá llegue a ser famoso por superar una enfermedad de ese tipo, sería único en el mundo. Quién sabe si escriba un libro de cómo su hermano abusaba y se burlaba de su estado y de cómo él, el tonto de la familia, se superó de una vida inútil y sin sentido para convertirse en un hombre saludable y rico.

 Las dos cuadras pasaron volando, ni siquiera se fijó en el desorden de  las plantas que crecían descontroladamente en los jardines de las casas y que tanto criticaba cuando pasaba por allí. Ya podía ver la casa. Era una de las tres que ocupaban esa manzana y era la más descuidada. La puerta de entrada era de dos hojas de madera dura, protegida por un pórtico también de madera. En la planta alta solo se veían tres ventanas sin balcón, altas y con cortinas que se podían divisar desde la calle. Las paredes eran de piedra sólida, un poco porosas y sin pintar. Los otrora bellos jardines que la rodeaban estaban sucios y abandonados a su suerte, la maleza había ahogado a las flores y las enredaderas ya comenzaban a trepar por las paredes, agarrándose de la piedra y escalando como serpientes verdes que amenazaban con cubrir la casa.

  Entró emocionado como un niño que espera encontrar un juguete nuevo bajo el árbol de navidad. Le echó un vistazo a Napoleón sobre la repisa, quien le hizo un guiño cómplice y hasta le esbozó una sonrisa. Allí estaba el estúpido de Albert sin hacer nada en su butacón. Lo tomó por el brazo sin hablar y lo llevó al espejo, sentándolo frente al mismo. Buscó unas tijeras y se acomodó a su lado. Entonces comenzó a cortarse el pelo; para él no era difícil, pues muchos años tuvo que hacerlo con tal de ahorrarse unos centavos. Las dos personas que se miraban en el espejo fueron pareciéndose cada vez más. A medida que William notaba la similitud, su rostro reflejaba una alegría inusual en él, tomaba la cabeza de su hermano y la ponía de perfil, comparando minuciosamente cada detalle. Luego fue al ropero y buscó ropa de Albert, se la puso con mucho entusiasmo y regresó al espejo. Quedó tan conforme que hasta rió, cosa impensable en su carácter.

  — ¡Soy un genio! ¡Un genio! —gritó sin poder contenerse.

  Estuvo el resto de la noche caminando por toda la casa, imitando el andar del tonto y sus gestos, la forma de sentarse y las vocalizaciones que usaba de vez en vez para intentar comunicarse. Como pensaba durante las doce cuadras que anduvo, toda la actuación le salió de forma natural y convincente. Se volvió a cambiar de ropa y le dio unas palmaditas en el hombro a su hermano antes de salir, gesto que nadie podría adivinar si se trataba de un saludo o una despedida. Salió de la casa tarareando una melodía que había escuchado en algún sitio y se dirigió a la suya. Al día siguiente era viernes por lo que no se trabajaría el fin de semana y tendría dos días libres después, por lo que podría llevar a cabo el plan maestro que había tejido.

  Realizó el mismo recorrido del día anterior, pero en lugar de doce cuadras le parecieron treinta por la ansiedad que sentía. Según sus cálculos ya la monja se habría ido y tendría el camino libre para realizar el asesinato sin molestias. Las luces de la segunda planta estaban apagadas, lo que indicaba que efectivamente la mujer ya se había marchado. Subió las escaleras de dos en dos, llegó a la puerta y, con el corazón saliéndose del pecho por la emoción, metió la llave en la cerradura y la giró suavemente. El metal respondió con un suave crujir. La puerta se entreabrió, lanzando al interior de la estancia una suave luz proveniente del alumbrado público. Aun así el recibidor se mantenía en penumbras. Se adelantó dos pasos y tomó el busto que descansaba encima de la repisa. Napoleón no protestó, ignorando el destino que le esperaba o quizás no le importaba en absoluto. Caminó unos metros y dobló en dirección de la sala, donde seguramente su hermano dormitaba. Quedó a las espaldas de la butaca con el busto alzado en el aire, pero sorprendido de no encontrarlo allí. Entonces sintió una leve respiración a su lado y cuando se volteó, un inmenso pedestal de mármol rojo le rajó el cráneo.

  A pesar del golpe William perdió el conocimiento sólo por un instante. Al volver en sí no podía mover ni un dedo, pero desde el piso vio cómo su hermano lavó el pedestal, lo puso en su lugar y le colocó un  jarrón encima. Recogió del suelo al decepcionado Napoleón, que se le astilló una esquina y le llevó a la repisa.

  Regresó y lo envolvió en un nylon con los que tapaban algunos muebles en desuso sin mirarlo a los ojos, como si recogiera un objeto cualquiera y no a su hermano gemelo, lo cargó hasta la parte de atrás de la casa, lo metió en la cajuela del viejo auto de papá y manejó tres kilómetros al este hasta llegar a una curva peligrosa que  había visto cuando iba de paseo con su hermano. Lo sacó del maletero, le quitó el nylon, lo sentó en el lugar del conductor y le roció un poco de gasolina. William parecía estar viendo todo desde algún lugar lejano, como si fuera un sueño y no lo estuviese viviendo. No sentía dolor ni miedo, solo estupefacción. No dejaba de asombrarse con cada movimiento exacto y calculado del tonto de su hermano. Albert sacó una masa de hierro de la cajuela e hizo trizas la valla protectora que protegía la curva. Luego empujó el auto hasta el borde mismo del precipicio, encendió una cerilla y la arrojó dentro despreocupadamente, justo en el asiento del acompañante. Sólo entonces se percató que William estaba consciente y, mientras las llamas se esparcían por la cabina, se le acercó y le miró fijamente a pocos centímetros. Sus pestañas casi se tocaron, Albert pasaba la mirada de un ojo al otro del hermano repetidamente, como buscando algo que se le había perdido hacía mucho tiempo, pero al parecer no lo encontró. Entonces  sonrió, le pellizcó el pecho y le soltó una carcajada en la cara. Fue a la parte de atrás del vehículo y lo empujó hacia el barranco. Luego miró divertido cómo se estrellaba entre el bosquecillo de abedules y se incendiaba, causando una fuerte explosión.

Sonreía parado en el mismo borde del precipicio en medio de la oscuridad de la noche. El humo proveniente del fuego varios metros más abajo le acariciaba al pasar. Antes de emprender el viaje de regreso escuchó un incomprensible grito que se perdió en el vacío. Le prestó atención por un instante y se marchó despreocupadamente.

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