DOCE CUADRAS Y UN MUERTO
DOCE CUADRAS Y UN MUERTO
Por: Leonel Sarpa
DOCE CUADRAS Y UN MUERTO 1

   Era viernes y como todos los viernes, el señor William Lakewood se disponía a visitar a su hermano; pero primero, antes de salir de las oficinas, se miró al espejo que colgaba justo junto a la puerta. Tenía cuarenta y ocho años, un cuerpo desgarbado y unos ojos hundidos y sin vida. Se colocó el sombrero y lanzándole una mirada de odio a su reflejo salió de la habitación. Supervisó la paga de sus trabajadores, cerró el negocio y dejó el auto en el taller para que le cambiaran el aceite y una bujía. Luego se dirigió caminando hasta las afueras del pueblo donde residía Albert.

  Esta caminata no era necesaria, bien podría ir en auto; pero prefería hacer el trayecto a pie. Además, las calles aledañas a la casa de su hermano siempre estaban sucias o inundadas y esto arruinaría la pulcritud de la carrocería, en cambio las aceras eran altas y se mantenían secas. También prefería caminar porque así tenía tiempo para pensar y reflexionar sobre su vida y sobre su futuro. No era que William fuera un gran pensador, ni que su existencia fuera tan interesante que repasarla aportara gran  placer. Más bien era todo lo contrario. Desde pequeño fue miserable y el carácter y la personalidad se forman en esa etapa de la vida, no importa cuánto se triunfe ni cuánto se tenga, si eres infeliz y desgraciado en la infancia, lo seguirás siendo hasta la muerte. Eso mismo le sucedió a William y su desgracia tenia nombre y rostro… el de su hermano.

  Como todo lo que tenía fue heredado y muy tarde además, no poseía dentro de sí nada de lo que enorgullecerse y para empeorar la situación actual las cosas no iban bien, mirando poco a poco cómo el negocio heredado de su padre se venía abajo. Según el contable de la empresa, le daba a más tardar un año para ir a la bancarrota, pero realmente eso tampoco le preocupaba; es decir, le preocupaba quedarse sin dinero, pero lo que pasara con los talleres le daba igual, pues no les tenía ningún amor. Entonces no era de extrañar que, en sus ratos de ocio ya fuera de las oficinas, se dedicara a pensar en lo miserable que había sido su vida y, sobre todas las cosas, en quién provocó esa miseria.

  Resulta que William y Albert fueron hermanos gemelos y, aunque eran exactamente iguales no se parecían en nada. Los dos fueron unos niños normales hasta los cinco años, cuando Albert enfermó con unas fiebres altísimas que le duraron tres días. Después de tantos remedios y oraciones las fiebres cedieron, pero el niño no se recuperó bien. Desde ese acontecimiento maldito, Albert se convirtió en un reflejo de lo que pudo haber sido. Nunca más pronunció palabra y se pasaba el día sentado mirando quién sabe qué y solo hacía lo que le mandaran, siempre que fuera algo muy simple, de manera que parecía más un autómata que una persona. Esto rompió el matrimonio y la familia, papá se alejó y mamá no pudo con la depresión que ya arrastraba, encontrando la solución en el fondo del rio, donde se enredó con unas ramas podridas y solo se supo de ella, después que los gases hincharan el cuerpo lo suficiente como para que saliera a la superficie. Todos fueron al pequeño muelle incluyendo a William, que vio cómo pescaban el cuerpo de su madre con un arpón amarrado a una vara. Cuando el metal perforó la piel, el vientre explotó como un fuego artificial, salpicando a muchos curiosos y despidiendo un hedor tan fuerte que William, muchos años después, trataba de disimular bañándose en colonia luego de restregarse media hora con estropajos y jabón, lastimándose incluso la piel.

  La madre fue enterrada y el padre se hizo cargo de los chicos, o mejor dicho de uno de los chicos. El otro quedó relegado a la función de cuidador del enfermo. Se acabaron para él los fines de semana correteando por las calles del pueblo, las tardes jugando a las canicas o las noches de cine viendo películas del oeste. Mientras el padre se encargaba de un naciente negocio de curtido de pieles, el niño que debía tener una infancia común y corriente, se vio obligado a ser el lazarillo de su hermano. Lo tenía que cuidar día, tarde y noche, darle comida, bañarlo, vestirlo y todo diligentemente, porque el padre podía aparecer en cualquier momento y castigarlo severamente por descuidar al tonto. Así transcurrieron quince años, cuando el negocio parecía florecer pasaba algo y tenían que empezar de nuevo. Antes de prosperar se arruinaban y la mejoría tan esperada solo alcanzaba para ir comiendo y para mantener a William en el estatus de enfermero y acompañante. En estas convivencias tan estresantes, complicadas y complejas, se forman grandes alianzas de amor y entendimiento o grandes odios de dolor y resentimientos. No podía ser de otra manera, William llegó a odiar a su hermano como no pudo odiar a nadie más en el mundo, un odio visceral que trascendió en el tiempo.

  Ya había caminado tres cuadras de las doce que separaban el trabajo de la casa de Albert. Caía la tarde y las personas comenzaban a esconderse en sus casas, preparándose para los quehaceres de la noche. La calle comenzaba a deteriorarse según se alejaba del centro y avanzaba hacia la zona de clase media. Se podían encontrar baches llenos de agua sucia aquí y allá, las aceras se salpicaban de hojas secas y marchitas. El aire comenzaba a refrescar, el sol se ocultaba y solo se observaban los últimos rayos en la distancia que se resistían a morir y atravesaban las nubes del horizonte, formando un abanico de luz gigantesco que las siluetas oscuras de las casas no dejaban ver bien. Su figura alta, encorvada y cubierta con un sobretodo negro que le llegaba a los tobillos no ofrecía mucha confianza. Cualquiera que se cruzara con él evitaría su compañía, no por su ropa, la cual era impecable, sino por la expresión de todo el conjunto. Bien podría tratarse de un medio burgués que paseaba en busca de una prostituta o un asesino acosando a su próxima víctima. El rostro permanecía  oculto para la mayoría de los que se cruzaban en su camino, oculto tras el cuello levantado de su abrigo.  Su andar era rápido pero liviano, como alguien que quisiera pasar desapercibido, apenas levantando la mirada del suelo para ver quién se cruzaba con él. A pesar de su apariencia tenebrosa, aparentaba estar esperando igual que un perro callejero, un puntapié de cualquiera que pasara por su lado. Era la frente un campo mal arado de finísimas arrugas que se entrecruzaban y las cejas espesas tenían unos picos a ambos lados como los búhos; pero lo que más alejaba a las personas eran sus oscuros y vacíos ojos, unos ojos que nunca miraban de frente, ni siquiera para dar órdenes en el trabajo. Cuando alguien lograba divisar algo más allá de las pestañas, se sorprendía de no encontrar nada, ni siquiera el brillo que acompaña al reflejo propio de cualquier ser vivo. Incluso se llegó a decir que el señor William era en el peor de los casos un muerto y en el mejor, un ciego que había logrado desenvolverse naturalmente en el mundo material gracias a la práctica de magia negra. Lo cierto era que, mientras caminaba esquivando los huecos dejados por los adoquines ausentes, seguía reflexionando sobre su infancia y juventud.

  En la época en que ambos tenían veinticinco años fue cuando el taller de pieles comenzó a dar resultados, pero en vano el joven esperó los cambios. De los poquísimos afectos que el padre se podía dar el lujo casi ninguno fue para él. El trabajo fuerte y alejado terminó secando el amor por sus hijos y los relegó a una simple responsabilidad de la cual se ocupaba cuando podía, pero la tarea encomendada a William de cuidar a Albert la hacía cumplir estrictamente. A esas alturas el hijo tonto era más tonto y al otro se le había ido la mejor parte de su vida al lado del hermano, sin amigos con quienes salir y sin novias que saciaran sus instintos atrofiados, su existencia consistía en su mayor parte en refunfuñar y pelear con su gemelo que poco o ningún caso le hacía. Se desquitaba mezquinamente, pellizcándole donde no se vieran las marcas, lanzándole objetos para reírse de las reacciones del bobo, poniéndole traspiés y ofendiéndole cada vez que su frustración le superaba. Aprendió a vivir así, o más bien se resignó a vivir así. Al carecer de estudios y al volverse torpe en el trato hacia las personas, unido al temor al padre y a la costumbre de velar por su hermano, quedó atrapado involuntariamente en un círculo vicioso que, después de hacerse mayor, le impedía revelarse contra todo y crear otro camino. No era por amor que permanecía atrapado, era porque mentalmente estaba impedido de tomar alguna decisión de esa índole y se limitó a volver esa frustración contra sí mismo y contra su reducido mundo, dañándose tanto él como Albert.

  William tenía cuarenta y dos años cuando su padre murió, envenenado por tantas sustancias y tintes usados en el taller para curtir y teñir las pieles. No tenía herederos salvo sus hijos, así que para ellos fue todo. En el testamento, se nombraba a Albert heredero universal de los bienes del viejo y a William como su albacea y administrador de éstos, ya que el estado mental del hermano no le permitía hacerse cargo de los negocios. Quedó escrito en negro y blanco que uno era total y completamente responsable de la salud y del cuidado del otro y que, si se detectaba un descuido o un abuso hacia él, automáticamente los bienes y el dinero pasaban a manos del banco, que se ocuparía del pago de los gastos y de la manutención de Albert. Para que fuera bien tratado por el resto de su vida, la misma dirección del banco beneficiado se ocuparía de supervisar el comportamiento de William, a través del testimonio de las monjas que se ocuparían de Albert después de la muerte del viejo. Él aceptó sin el menor signo de resentimiento, ya se esperaba algo parecido de su progenitor. A pesar del cuidado que puso en no ser descubierto mostrando su desagrado por la familia, el padre le sorprendió varias veces infraganti mientras maltrataba física o verbalmente a su gemelo. Por eso sabía cuál era la verdadera naturaleza de su hijo, así que tomó las medidas necesarias para que, a su muerte, no cayera uno en las garras del otro, obligándolo a cuidar de Albert mientras estuviese vivo. Con esa idea en mente, puso varias cláusulas.

  Primeramente, tenía que darse todos los meses cierto dinero a la iglesia, que cada día enviaba a una monja a casa de Albert a cocinar y a limpiar la estancia, además le bañaba y le pelaba. En segundo lugar, William visitaría todas las semanas a su hermano y se encargaría de afeitarlo y de darle una vuelta en auto para que se distrajera. Y como tercera condición, puso un seguro de vida de cincuenta mil dólares a favor del tonto, por si William moría, practicando una autopsia completa al cuerpo de Albert ante la menor duda de que dicha muerte no fuera natural. De comprobarse algo sospechoso, todas las ganancias correrían el mismo destino. Irían a parar a un orfanato donde el padre pasó su niñez y administrado por las monjas que le cuidaban.

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