Capítulo 4: Una cruel jugada.

La joven se quedó viéndolo sin pronunciar palabra, lo que impacientó a Carter.

—¿Qué pasa esposa? ¿Te comieron la lengua los ratones que no me respondes?  

—preguntó el hombre y ella negó con la cabeza.

—No… no es nada… es solo que las olas del mar me marean… me causan vértigo —fue su simple respuesta. 

El hombre hizo una mueca de disgusto que ella no vio.

—Ven, te acompaño, vayamos a nuestra celebración —expresó con aparente dulzura tomándola de la mano y ella asintió.

Comenzó a caminar a su lado, mientras trataba de dominar la agitación que sentía en su interior.

Decenas de preguntas venían a su mente.

¿Por qué él estaba en ese yate que era el mismo a donde la había llevado Hunter? ¿Qué estaba pasando allí? Pero era demasiado cobarde para afrontar la verdad. 

Alejandra había sido una chica que a pesar de haberse criado en un orfanato, conservaba su inocencia, porque mientras fue pequeña, siempre los chicos mayores la cuidaron, porque siempre se ganaba el cariño y despertaba en ellos el deseo de protegerla de quienes la rodeaban, por su dulzura, su buen corazón y su vocación de ayudar a los demás. 

Fue dejada allí cuando tenía un poco más de dos años, con una sola cadena y una medalla de recuerdo, la que nunca se quitaba de su cuello, su madre había muerto, su padre la había abandonado embarazada y la hermana adoptiva de su mamá, se había negado a quedarse con ella, por lo cual al verse sin nadie que la cuidara terminó en el orfanato y sin que nadie la adoptara.

Por eso siempre añoraba amor, y procuraba ser aceptada por los demás, no quería ser abandonada, y por primera vez sentía que alguien la amaba de verdad, porque Carter le había demostrado un cariño sincero, y ella temía hacer algo que lo decepcionara.

Así que fingió una sonrisa y caminó al lado de él.

"Cálmate, Alejandra", se dijo a sí misma, apretando con suavidad la mano enguantada de Carter. "No te dejes en evidencia, además, no hagas suposiciones, alguna explicación habrá de porque están en el mismo yate”.

Con cada paso que daban, cada gota de agua que el yate cortaba, hacía que Alejandra respirara entrecortadamente mientras se abría paso entre los grupos de invitados que charlaban, el tintineo de las copas y las carcajadas que golpeaban el aire a su alrededor. 

Se agarró el vestido y sintió que la tela se le pegaba a las palmas de las manos, húmedas por la ansiedad que se le colaba por la piel. 

—Necesito ir al baño —, murmuró, más para sí misma que para él. 

Él señaló con indiferencia hacia un pasillo adornado con apliques de latón que proyectaban un cálido resplandor. Sin esperar más indicaciones, ella se excusó y se alejó corriendo, con los tacones repiqueteando con urgencia contra el suelo pulido.

Una vez dentro del santuario del cuarto de baño, Alejandra se enfrentó a su reflejo en el espejo. Tenía los ojos muy abiertos, más llenos de miedo que del kohl que se había aplicado antes con esmero. 

Unas rayas de rímel marcaban sus ojeras, donde las lágrimas amenazaban con escaparse. Con manos temblorosas, abrió el grifo y se echó agua en la cara, viendo cómo el líquido frío se llevaba los restos de su fachada. 

Se permitió un momento, con los ojos cerrados, dejando que el sonido del agua ahogara el caos al otro lado de la puerta.

Una renovada sensación de compostura se apoderó de ella mientras se secaba la cara con una toalla de papel. 

Al volver a la batalla, la música palpitante tensó al instante los músculos de su columna vertebral. Escapar se convirtió en un deseo que la consumía por completo, pero estaba atada a este mundo flotante de alegría y secretos.

—¿Señora? —Un camarero se acercó y le tendió una bandeja de plata con canapés. 

Alejandra miró los delicados bocados, pero sintió repulsión ante la sola idea de comer, además sentía que de hacerlo no pasarían su garganta.

Sacudió la cabeza, rechazando la oferta, y escudriñó la habitación en busca de la silueta familiar de su marido. 

Su ausencia le roía los nervios ya de por sí crispados, impulsándola a buscar refugio en un rincón más tranquilo, lejos de miradas indiscretas y perfumes invasivos.

Pero la soledad resultaba esquiva; fragmentos de conversaciones se infiltraban en su burbuja de aislamiento. 

Un susurro le llegó al oído, gélido y premonitorio. 

—Pobre chica, no sabe lo que le espera. Ha caído en manos del mismísimo diablo. 

Las palabras se aferraron a ella como una manta, pesadas y sofocantes. Se levantó bruscamente, impulsada por la necesidad de enfrentarse a su realidad.

Sus pasos se aceleraron al recorrer los estrechos pasillos del barco, cada uno de ellos bordeado de puertas que escondían sus propias historias. 

Camarote tras camarote, se asomó a través de portales entreabiertos, buscando con creciente desesperación. Finalmente, al final del pasillo, se detuvo ante una puerta concreta, dudando sólo un momento antes de que los inconfundibles sonidos del interior confirmaran sus temores. 

Gemidos, ronroneos, llenaron sus oídos, provocándole un escalofrío que la clavó en el sitio.

Mientras avanzaba, Alejandra sintió un nudo crecer en su estómago. Respiró profundo, se armó de valor y cuando abrió la puerta, pudo ver un enredo de piernas y brazos, dos cuerpos desnudos, una mujer y un hombre, la madrina y testigo de su boda y su marido, el hombre con quien se acababa de casar.

El ruido de la puerta atrajo la atención de la pareja, pero ninguno se inmutó, Carter la miró con indiferencia, mientras pronunciaba con desprecio.

—Sabía que vendrías, Alejandra —declaró el hombre con una sonrisa cruel en sus labios.

La madrina de su boda, Clara, levantó la vista de sus sábanas deshechas y le sonrió con una satisfacción maliciosa. Sus ojos brillaban con un tinte de triunfo, y Alejandra sintió una furia ardiente engullirla.

Las palabras se quedaron atrapadas en su garganta y sólo pudo mirarlos, un nudo cada vez más grande en su estómago. Entre el desamor y la traición, había un dolor que llegaba hasta sus huesos, quemándola desde adentro con un fuego ardiente.

Carter no paró de mirar a Alejandra, su rostro impasible mostraba un egoísmo y una crueldad que jamás había visto en él. De pronto, toda la familiaridad del hombre al que había amado parecía desvanecerse.

—¿Por qué me estás haciendo esto? —no pudo evitar preguntar mientras sentía su alma por completo destrozada.

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