Capítulo 11

11

Cuando la oscuridad de la noche descansaba pesadamente sobre el cristal de su ventana, supo que era el momento. Sacó su celular y miró la hora; las nueve menos quince minutos.

Salió sin decir nada a sus padres, pues estaban encerrados, haciendo quién sabe qué, en su habitación.

Traía puestos unos pantaloncillos oscuros y una sudadera del mismo color. Su intención era perderse en la noche en caso de que las cosas salieran mal.

Las calles no estaban solas, pero aun así, otorgaban cierta tranquilidad.

Se encontró con Carlos, este le vio con ojos vivaces y penetrantes. Como queriendo leer sus pensamientos.

—¿Estás listo?

Sí —respondió Raymundo con rapidez. No era el momento idóneo para mostrar debilidad.

Andando entonces. —Soltó luego de una risa discreta que apenas y dejó al descubierto sus dientes delanteros ya que llevaba prendido un cigarro.

Traía puesto un short largo, y una playera blanca con un enorme dibujo de un payaso que llevaba un sombrero color oscuro. Caminaba con una preocupación ausente. Raymundo podría asegurar que no estaba perturbado en absoluto. Se notaba que aquello que harían le gustaba, y que ya tenía un buen tramo de camino recorrido.

Se detuvieron a esperar en un pequeño, descuidado y oscuro parque que había cerca. Carlos no dijo nada. Ambos se esforzaron por mantener un silencio agónico. El único que se veía preocupado era Raymundo, puesto que Carlos silbaba una pegajosa canción y miraba de izquierda a derecha. Estaba tan tranquilo que Raymundo lo maldijo.

¿Cuánto tiempo llevaba conociéndolo? No lo recordaba con exactitud, pero estaba seguro que no era más de un año. No era de sorprenderse que de pronto hubiera sacado eso de los robos. Muy probablemente estaba tanteando terreno antes de decirlo. Y estaba bien, se podría decir que Raymundo se encontraba un poco asustado, pero, ¿no es lo que sucede siempre que se es novato en algo? Sin duda. Aunque le costara bastante trabajo, debía de confiar en Carlos para eso que harían, de lo contrario podría echarse todo a perder.

En medio del silencio, Carlos se levantó ligeramente la playera, dejando al descubierto la culata de una pistola.

Casi al instante tuvo sentimientos encontrados. Obligándose a creer que estos se fragmentarían y correrían en una sola dirección una vez que el trabajo de esa noche fuera realizado.

Unos minutos después llegó Alberto, disipando cierta cantidad de temor en la mente de Ray. Tres era mejor que dos, aunque en relación a lo que harían, quizá lo mejor sería ir los menos posibles.

Entonces, ¿a qué hora se hace? —cuestionó Alberto, encendiendo un cigarro.

Antes que nada, dame un cigarro —dijo Carlos, y alzó la mano. Alberto le dio el que ya estaba encendido. No desesperes. Esa familia se duerme tarde.

—¿De qué sirvió que nos juntáramos tan temprano?

Para planearlo, pendejo. ¡Planearlo! ¿Querías entrar solo así? ¿Saltarte la barda y tomar todo lo que encuentres y salir sin más?

Bueno, en realidad no. —Respondió Alberto, a lo que Carlos se llevó el índice a la boca como señal para que se mantuviera callado, luego fumó y tiró las cenizas a un lado.

A Ray le devoraba una ansiedad terrible. Pensó en pedir un cigarro, pero imaginó que sus dedos y labios temblarían al sostenerlo. Prefirió esperar a que todo acabara, así podría tomarlo como una especie de premio.

Primero que nada, tenemos que encargarnos de ese perro de mierda. Es de verdad escandaloso, por lo cual me acercaré sin ser visto y le arrojaré esto —dijo, y sacó una bolsita de plástico de una pequeña mochila. En su interior había un hueso de esos duros que servían más para entretener a un perro y no como comida. Espero que sirva, o habré gastado treinta pesos en vano. Se detuvo y siguió fumando.

¿Y luego?

Luego saltamos y abrimos la puerta del cobertizo —soltó, y sacó una pequeña barra de metal de la mochila. Esas porquerías son tan fáciles de abrir que no sirve de mucho que tengan candado.

Sonaba sencillo, de hecho, demasiado sencillo como para creer que pudiera llegar a funcionar.

Sumidos en sus propios pensamientos, esperaron en silencio hasta que la hora indicada por Carlos se presentara. Y una vez que el reloj marcó las doce de la noche con treinta minutos, Carlos se levantó.

Ya es hora. —Dijo, y comenzó a caminar. Raymundo y Alberto lo siguieron con el culo en la mano y, sobre todo, entumido.

Mientras caminaban por la calle, la luna escupió sobre ellos sus blancas luces. Algunas calles y casas se inundaron de parches de sombras.

El silencio persistió.

Una que otra casa tenía las luces encendidas, pero en su mayoría estaban apagadas, al igual que la casa del señor Gilberto una vez que la vieron a lo lejos.

No hablen, ese perro hediondo comenzaría a ladrar —Ordenó Carlos en voz baja, y por Dios que no hablaron.

Siguieron caminando. El corazón de Ray latió con fuerza; estaba asustado, y al mismo tiempo corría un poco de excitación y adrenalina por su sangre.

Hasta la jodida calle que corre frente a su casa está asfaltada. Putos ricos mierderos —se quejó Carlos en voz baja. Espérenme aquí. —Ordenó, y caminó a una de las esquinas donde se juntaban la barda y el barandal.

Golpeó débilmente los barrotes creando un sonido metálico apenas audible. El perro se acercó, y Carlos dejó el hueso para después cubrirse con la barda. Solo ladró una vez, y quizá lo haría de nuevo, pero al dar con el hueso se dispuso a morderlo.

Carlos volvió a asomarse, metiendo la mano con cuidado, y sosteniendo la barra de metal por encima de la cabeza del animal. Luego golpeó. Se creó un sonido seco apenas amortiguado por la piel y el pelaje. Volvió a golpear en tres ocasiones más. El perro se giró sobre el suelo mientras estiraba las patas traseras. De pronto, las patas se flexionaron y lanzaron sacudidas en todas direcciones cual nido de serpientes al acercarse un intruso.

Pero ¿qué mierda? Dijiste que le darías el jodido hueso —se quejó Raymundo.

Y se lo di, ¿no?

Pero nunca mencionaste que lo matarías.

No seas pendejo, ¿qué clase de perro crees que se distraería con un pinche hueso mientras alguien entra a la casa?

Raymundo no dijo nada. El animal siguió retorciéndose como una rata que cae en una trampa.

Ten la decencia de acabar el trabajo —se quejó al no creer que podría seguir soportando lo que veía.

Es mejor así. Este jodido perro muerde a las personas cada vez que tiene la oportunidad de salir. Ahora dejen de llorar. Andando —ordenó, y antes de trepar, miró el rostro de Ray. Este está cagado de miedo, tal vez tú no, Alberto, pero Raymundo sí. Así que es mejor que la pienses antes de meterte. Si lo haces, no te voy a dar la oportunidad de dar vuelta atrás cuando termines de cagarte en los calzones luego de escuchar algún ruido. Si quieres irte, adelante. No queremos maricas aquí, pero si abres la puta boca, te la reviento a putazos. —Berreó, y Raymundo quedó paralizado.

Carlos no tenía ni la mitad del cuerpo de Raymundo, pero aun así intimidaba bastante. Quizá era por esa mirada cansada que adornaba su rostro. Los ojos parecían flotar sobre cuencas oscuras. Era tan flaco que el cráneo estaba cubierto por una delgada capa de piel, y en esta se podían distinguir las curvas y protuberancias óseas sin dificultad.

Ya te había dicho que sí, ¿no?

Carlos lo miró con irritación para después darse la vuelta, trepar y brincar la barda, seguido de Alberto. Raymundo sopesó por un instante antes de cruzar.

Una vez del otro lado, el desdichado cachorro seguía moviéndose con espasmos agonizantes. Tenía los ojos abiertos y llenos de polvo. Emitía un gemido de dolor apenas audible en cada exhalación.

Ray se le quedó viendo, asustado. Podía sentir cómo la mandíbula inferior le temblaba.

Carlos se acercó, alzó la pierna derecha, y la dejó caer sobre la cabeza del animal. Se creó un sonido grotesco, similar a cuando alguien salta sobre charcos de lodo, seguido de un crujido espeluznante. El cráneo se quebró originando un sonido parecido al de lápices al quebrarse.

O estás concentrado, o te largas de una puta vez. —Susurró Carlos con la mandíbula tensa.

Raymundo asintió, con la imagen de la culata de la pistola impresa en el interior de su cabeza.

Caminaron junto a la sombra que creaba la barda. La noche era silenciosa y se sentía un aire helado en el rostro. El suelo estaba alfombrado por una capa de césped que amortiguaba y silenciaba sus pasos.

Cuando llegaron y se plantaron frente al cobertizo, Carlos introdujo la barra en la abertura que se creaba entre la puerta y la pared, luego ejerció un poco de fuerza para hacer palanca. Cada vez fue mayor hasta que cedió produciendo un ligero sonido, y las bisagras cayeron junto con el candado.

Pedazo de mierda —susurró Carlos. ¿Qué les dije?

Justamente eso —respondió Alberto con una sonrisa. ¿Y por qué no? También Raymundo desplegó una sonrisa. Después de todo, las cosas iban saliendo de mil maravillas.

Entraron, cerraron la puerta, y Carlos encendió la linterna de su celular. Comenzó a buscar algo de su interés. Había bastantes herramientas, desde pinzas, llaves, desarmadores, serruchos y martillos. En una esquina se encontraban algunos botes de pintura y sacos de cemento. Había muchas cosas, pero no se sacaría mucho dinero con eso.

Carlos siguió buscando hasta que dio con unos anaqueles del lado derecho. Fue entonces cuando a los tres les brillaron los ojos. Había algunas cajas que evidentemente en su interior contenían herramientas eléctricas.

Abran las cajas y verifiquen lo que hay adentro. —Ordenó Carlos.

Se encontraron con dos cajas vacías, las demás guardaban sierras, taladros, rotomartillos, pulidoras, entre otras cosas.

Después de cinco minutos, y con algunas dificultades, estaban fuera. El trabajo estaba hecho, y los tres se miraban con pasmosa alegría. A esas alturas, Ray ya había dejado a un lado el miedo y la preocupación. Habían sido sustituidos por satisfacción y alegría. Incluso ya olvidaba la muerte del perro, se convirtió en una mancha nebulosa en su pasado que no perjudicaría su futuro.

No hablaron después de eso, a excepción de Carlos, que sonrió y luego se limitó a decir «genial» en múltiples ocasiones.

Caminaron sin tener la certeza de a dónde iban. Inconscientemente, ya tenían un punto de destino definido en sus mentes.

Naturalmente, la noche era oscura, pero lo era aún más gracias al poco interés por parte del ayuntamiento de cambiar o instalar nuevas lámparas en las calles. Así que caminaban con una libertad asombrosa y sin remordimientos, ocultándose en pocas ocasiones en las que pasaba algún carro cerca.

Cuando llegaron hasta la casa de Carlos, el reloj marcaba la una de la mañana con cuarenta minutos. La noche había liberado un aire fresco que ponía la piel de gallina.

Pusieron las cajas de herramientas sobre el suelo del patio, que estaba ocupado en su mayoría por estacas, hojas, basura y cientos y cientos de latas vacías de cerveza. Parecía un basurero, pero a ojos de los tres era completamente normal.

Dejaremos todo aquí, mi vieja no se entromete en las cosas que traigo a la casa. —Dijo Carlos, y encendió un cigarro ofreciendo la cajetilla. Ray aceptó uno, finalmente se sentía merecedor de un premio.

Fumó con movimientos lentos y pensativos. De cuando en cuando echaba un vistazo a las cajas que habían robado, y se preguntaba cuánto podrían sacar de eso. No se atrevió a aclarar sus dudas con Carlos.

La oscuridad era reconfortante. La luz de la luna caía tenuemente sobre ellos, y toda la basura apilada en el patio creaba sombras alargadas que parecían gigantes lenguas necrosadas.

Un par de grillos cantaban no muy lejos de donde estaban.

—¿Cuándo se venderá esto? —cuestionó Alberto.

Voy a conseguir clientes primero antes de sacarlas.

—¿Quieres que vengamos mañana temprano? —siguió, luego cayó en cuenta de la hora que era y corrigió. Digo, ¿ahorita?

No, yo me encargo. Pueden darse una vuelta por la tarde, quizá ya haya conseguido un comprador.

De acuerdo. —Respondió Raymundo. Lo cual le parecía bastante bien. No le agradaba mucho la idea de que alguien, sin importar que fuera un desconocido, se enterara de lo que hacía.

Alberto y Raymundo decidieron irse, y antes de que salieran del patio, Carlos les habló.

Bien hecho, de ahora en adelante nos la apañaremos bien. —Dijo, y entró a la casa con las cajas en las manos.

Finalmente se fueron.

Agradeció que Carlos no se hubiera visto obligado a sacar la pistola. No le parecía nada ético matar a una persona solo porque está protegiendo lo suyo. Hasta en los delincuentres debía existir honor.

Al llegar a casa, se acostó y logró conseguir una relajación similar a la que ofrece el alcohol luego de una noche de beber y ponerse hasta atrás. Si las cosas marchaban bien, no tendría que seguir soportando los molestos gritos de su madre. Y si le pedía dinero, Raymundo se lo daría sin más. Aunque conociéndola, era capaz de buscar y encontrar algún otro asunto con el cual fastidiarlo.

Una auténtica patada en los huevos, es lo que es.

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