Capítulo 12

12

Apenas iba a comenzar a asear la casa cuando Jesús empezó a chillar aguda e insoportablemente. Lorena hizo a un lado las intenciones de trabajar y se dirigió con pasos tensos hasta la habitación. En una de las manos llevaba una pequeña caja vacía de dulces.

—¿Qué es lo que quieres ahora? —Preguntó airada y sin un ápice de paciencia. El niño siguió llorando. A sus seis meses de edad era imposible que fuera a contestarle. ¡Acabas de comer! —Gritó, y su hijo se calló por una brevedad de tiempo ridícula y risible.

Salió del cuarto y regresó con una tetera llena de leche.

—¡Trágatela, a ver si así dejas de joder! —Berreó, y le puso el biberón a la fuerza dentro de la boca. A esas alturas, la caja que llevaba en las manos se convirtió en una masa amorfa a causa de la presión de sus dedos. La apretó con fuerza y se la arrojó en la frente al mocoso. El niño la vio con ojos llorosos e inocentes. Aún no era capaz de distinguir el odio que se cocinaba lentamente en la cabeza de su madre.

Las ganas, que pudieron haber existido dentro de ella, de limpiar la casa ya se habían desmoronado a esas alturas. Se le antojaba más un vaso de tequila barato que otra cosa. ¿Y que acaso no se lo merecía? ¡Pero por supuesto que sí! Atender a esa molestia de hijo no era para menos. Y si Carlos tenía pensado molestarse una vez que llegara a la casa y viera aquel basurero, pues bien podría tomar su papel como esposo, y sacar el cloro, trapeador y escoba para empezar a limpiar. Lorena ya tenía suficiente con el hecho de cuidar al niño como para soportar a Carlos.

Decidió ir a la licorería para comprar un tequila. Dejando al pequeño Jesús solo en la casa. ¿Qué era lo peor que podría pasarle? ¿Acabarse la leche? ¿Cagarse en el pañal? Todo eso podría esperar.

Salió sin ninguna preocupación. Se tomó todo el tiempo existente del mundo sin que se presentara la más mínima inquietud en sus pensamientos. De hecho, cada que salía de su casa y respiraba ese aire renovado y fresco, experimentaba una apacibilidad única y envidiable la cual era demasiado tentadora y contagiante.

Al regresar y abrir la puerta, el llanto del pequeño la sustrajo de su pequeña y frágil felicidad. Se encaminó a la habitación, un hedor, similar al de comida podrida y almacenada, le irritó la nariz. El pañal del niño estaba sucio de nuevo.

—¡Es la tercera vez que cagas! —Gritó, y dejó la botella en una pequeña mesa de plástico. Estaba tan enojada que si la hubiera lanzado contra el suelo no hubiera sido exagerado. Por fortuna no era estúpida.

Se le quedó viendo, ahí parada con las manos sobre el barandal de la cuna. El niño lloraba con fuerza como si la mierda le quemara el culo.

Intentaba entender cómo es que podía cagar tanto, puesto que la cantidad de comida que le daba era mínima. Solo dos pequeñas comidas al día, lo que debería generar dos cambios de pañal. ¡Pero no! Apenas era medio día y ya era la tercera ocasión que ese pequeño fastidio regía. ¿Qué acaso creía que eran ricos?, o, ¿que ella estaría disponible para limpiarle la mierda cada vez que defecara?

¡Si tanto te gusta cagar, entonces quédate con tu mierda! —Vociferó, y salió de la habitación, no sin antes llevarse consigo la botella y cerrar la puerta de un golpe.

Se sentó en el sillón y encendió el televisor. Abrió la botella y se sirvió en un vaso desechable que estaba sobre una mesita llena migajas de comida.

El llanto de Jesús era tan insoportable que tuvo que subir el volumen del televisor. Pero no importaba qué tanto le subiera, puesto que los jodidos lloriqueos de su hijo se escuchaban tan fuertes que lastimaban sus oídos.

Subió más el volumen.

Carlos se quejaba seguidamente de que él trabajaba demasiado y quién sabe qué tanta mierda, mientras Lorena solo se la pasaba en casa haciéndose pendeja viendo novelas ridículas, o idiotizada en el celular. En realidad aquel bastardo no entendía la laboriosidad que se requería para cuidar a un bebé de seis meses. Eso de hablar se les daba muy bien a los hombres cuando rara vez se ponían en los zapatos de una mujer para ayudar en el hogar.

La casa en la que vivían era de Carlos, la había heredado de sus padres luego de que estos murieran... en realidad había sido un homicidio. El padre le voló la tapa de los sesos a su esposa y después se suicidó. Todo esto luego de enterarse que su mujer disfrutaba del joven y vigoroso pene de su hermano. Por fortuna, Carlos estaba en quién sabe dónde mierda, de lo contrario también hubiera acabado con él. 

Pasaron los minutos, la paz no llegó pero la embriaguez sí. Ya no veía el televisor, pero seguía encendido para no escuchar los llantos de su hijo.

Solo se dedicaba a beber y caminar de un lado a otro en medio de una sensación flotante. Pensaba que tenía demasiada paciencia, aun más que la inagotable perseverancia de Jesús. Lo pondría a prueba. Vería quién se cansaría primero.

Unos minutos más tarde, cuando Jesús dejó finalmente de llorar, Lorena fue a la habitación. Su rostro inocente estaba congestionado y miraba con ojos vidriosos. Daba lástima, y al mismo tiempo era repulsivo. Prefirió abrir una de las ventanas para que el denso hedor a mierda saliera y no perfumara la casa.

Siguió bebiendo, no demasiado como para vomitar, pero sí lo suficiente para crear un efecto somnífero y relajante que la sustrajera de sus fastidios.

De nuevo se tendió sobre el sillón, quedando dormida por algún par de horas. No soñó, y si lo hizo no lo recordó cuando los sollozos de Jesús la despertaron y trajeron de vuelta a su desdichada realidad. Los lamentos eran insoportables, como si le estuvieran arrancando la piel.

Se vio obligada a levantarse para hacer que se callara, pero cuando entró a la habitación torció el gesto y casi de inmediato salió sintiendo un bolo de comida en la garganta. Pero no vomitó, a pesar de las enormes ganas que le amenazaron, no vomitó. Se armó de valor y regresó.

Jesús estaba sentado, aferrándose con sus pequeñas manos a la barandilla de la cuna. El pañal sucio no estaba en donde se supone que debería estar. ¡No! Este yacía sobre el pequeño colchón. Todo, absolutamente todo, estaba batido de mierda. Era como si se hubiera decorado, de mala gana y con demasiado betún, un pastel de cumpleaños. Las manos y el rostro estaban cubiertos por una delgada y seca capa de cagada. Incluso Lorena podría asegurar que llegó a ver mierda en los dientes de su hijo.

Su estado de embriaguez dejó de ser agradable. De hecho, era cualquier cosa menos agradable. Ahora estaba ebria, y debía pasar el resto de la tarde limpiando y esperando a que la jodida resaca hiciera acto de presencia con el fin de joderla todavía más de lo que ya estaba.

Debía limpiar. Sin otra puta opción, se vería obligada a limpiar. ¿Qué podía hacer al respecto? ¿Esperar a Carlos para que él se encargara de eso? Él podría ser todo lo que Lorena quisiera, pero estúpido no. Al ver la mierda, se daría cuenta de que quizá llevaba más de cuatro horas así. Le gustara o no, eso era asunto suyo, y valía más hacerle frente de una vez antes de que la dificultad ascendiera un par de niveles.

Se vio obligada a limpiar. Quitó todas las sabanas junto con la almohada, y las metió en una tina llena de agua con jabón. A Jesús lo metió a bañar con agua helada. Estaba tan enojada con él que ese sería el castigo perfecto por el fantástico marranero que había hecho. No le pegó, pero debía admitir que ganas no le faltaron.

Cuando le tallaba los pequeños brazos para quitar la mierda, alzaba la mano derecha con la intención de golpearlo, pero antes de dejarla caer sobre la cabeza del niño, se mordía el labio y controlaba sus bajos y animalescos impulsos.

Al final, lo único que debía limpiar era la cuna y la barandilla. Las ganas de vomitar se ausentaron, y era obvio, después de un par de horas oliendo mierda, no era para menos.

Mientras llevaba a cabo toda aquella espantosa tarea, le fue imposible no abordar el asesinato y suicidio de los padres de Carlos. Lorena lo desconocía, pero era posible que la habitación que ella limpiaba de mierda en esos momentos, unos años atrás se estuviera aseando de sangre coagulada, sesos y piel. Lo que sí recordaba era el mórbido hedor que infectaba el aire. Y es que Carlos y Lorena se juntaron apenas pasadas un par de semanas de lo ocurrido con sus padres. Considerando el poco tiempo que había transcurrido, fue imposible que el aire se renovara y el nauseabundo hedor se alejara. Incluso recordaba que en más de un par de ocasiones, en las que Carlos iba a trabajar los domingos y ella descansaba, se había encontrado con gotas de sangre debajo de los muebles.

El hedor de la sangre y la mierda eran incomparables. La mierda no dejaba de oler a eso, estuviera fresca o no. Pero el de la sangre era distinto. El tiempo y el calor lo volvía un olor casi imperecedero, denso y pútrido.

Se apresuró a terminar lo que hacía. Cayó en cuenta que llevaba más de diez minutos pasando el trapo húmedo en un solo barrote, como si estuviera jalándole el pito a Carlos.

Jesús gateaba con alegría sobre el suelo frío. A Lorena poco le importó que fuera a enfermar, después de todo lo tendría bien merecido.

Cuando terminó de hacer todo, la maldita cruda pesaba bastante. No le quedaron ganas de seguir bebiendo, aunque sí le invadió un cansancio terrible que era alimentado por el llanto continuo e interminable de su hijo.

No le importó satisfacer sus necesidades con el fin de castigarlo sin darle comida. Así que aguantó hasta pasadas las diez de la noche, cuando Jesús, agotado de aquel día, finalmente quedó dormido. Fue hasta entonces que Lorena pudo retirar la vista de él, y descansar con una sonrisa bien marcada en su rostro, puesto que la victoria se había dejado alcanzar.

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