El olor estéril de la clínica se adhería a mi piel como la culpa. Era frío y cortante.
Me senté en la estrecha cama de hospital, los dedos curvados en puños, el estómago en nudos, los ojos secos de tanto llorar y de no dormir lo suficiente. La tenue iluminación de arriba zumbaba débilmente, poniéndome aún más tensa.
Había firmado los papeles. Había pasado por todas las sesiones de asesoramiento. Lo había pensado una y otra vez hasta que quemó un agujero en mi alma.
Y ahora era el momento.
«¿Estás segura de esto?», preguntó la enfermera con suavidad, su voz intentando suavizar el peso del momento.
Di el más pequeño asentimiento. «Sí».
El niño que crecía dentro de mí era inocente, pero yo no lo era. Había sido ingenua. Había creído en el amor… en Damian. En el sueño de una familia perfecta. Pero la realidad lo había arruinado todo.
No podía atarme a un hombre que me destrozó solo porque era callada y actué como una tonta. No iba a ser una marioneta en el cuento de hadas de alguien más,