Alejandro Rivas regresó agotado, con el aspecto de haber viajado sin descanso, y traía en las manos un ramo de flores frescas.

Se acercó a mí sin mostrar la menor culpa ni arrepentimiento en el rostro.

—Mariana, te traje tus lisianthus favoritos.

El lisianthus, símbolo de un amor único y fiel, parecía en ese momento una burla en sus manos.

Tomé el ramo. Al ver que no protestaba, Alejandro empezó a explicar:

—Lucía Torres ha sido diagnosticada con cáncer de huesos. Su único deseo es casarse conmigo. Hemos crecido juntos desde niños y no puedo dejar que ese deseo quede incumplido. Así que dentro de tres días me comprometeré con ella.

—Tú siempre has sido tan comprensiva, seguro que podrás entenderme, ¿verdad?

Su voz no sonaba como una explicación, sino como una sentencia. ¿Comprometerse con Lucía Torres en tres días?

Qué coincidencia: en tres días yo también tenía planeado irme.

Asentí en silencio.

Durante años, Alejandro no soportaba mi carácter de niña consentida. Decía que cada vez que me enfrentaba a un problema, siempre corría hacia él para buscar atención, repitiendo una y otra vez la pregunta de si me amaba o no.

Con el tiempo aprendí a cambiar, aprendí a soportar.

Y ahora que no discutía ni lo cuestionaba, Alejandro me miró sorprendido.

—Mañana me mudaré para vivir con Lucía Torres. Durante los próximos meses tendrás que arreglártelas sola.

—Lucía está enferma. A diferencia de ti, ahora ella me necesita más.

Sonreí y dejé las flores sobre la mesa. Al ver que no lo rechazaba, Alejandro se inclinó para tocar mi rostro.

Me aparté con discreción. Su camisa tenía todavía la marca evidente de un labial rojo, y el olor empalagoso de un perfume femenino se me metió en la nariz, provocándome náuseas.

Al sentirse rechazado, Alejandro se enfadó y salió de la casa sin decir nada más.

Yo arrojé las flores y el pastel a la basura y empecé a empacar mis pertenencias.

Ni las flores quería, ni a Alejandro tampoco. Tras seis años, de aquella casa no me quedaba ni una pizca de apego.