El auto se deslizaba silenciosamente por el camino serpenteante que llevaba a la mansión. A través de la ventana, observé los viñedos bañados por la luz plateada de la luna, sombríos y casi melancólicos. El conductor mantenía los ojos fijos en el camino, discretamente ignorando la tensión palpable entre nosotros en el asiento trasero.
Christian estaba sentado con la cabeza recostada, los ojos cerrados, pero no dormía. El agotamiento físico y emocional era evidente en cada línea de su rostro. Cuando finalmente rompió el silencio, su voz salió ronca, baja:
—No tenías que haber hecho eso.
Mantuve mis ojos en el paisaje que pasaba, como si los contornos oscuros de las vides pudieran ofrecer algún consuelo.
—No lo hice por ti —respondí, una amargura que no pude esconder coloreando mis palabras—. Lo hice por tu abuelo.
—Aun así —insistió, y por el rabillo del ojo, percibí que había abierto los ojos para mirarme—. Gracias.
Sentí su mirada sobre mí, pero me negué a enfrentarlo. Temía que