El galpón abandonado olía a humedad y aceite de máquina, una mezcla nauseabunda que hacía que mi estómago se revolviera aún más de lo que ya estaba. Matteo finalmente había dejado de llorar, exhausto por el estrés de la situación, pero podía sentir cómo estaba tenso acostado en su cochecito a mi lado, como si aun siendo tan pequeño pudiera percibir que algo estaba terriblemente mal.
Lorenzo caminaba de un lado a otro cerca de la entrada, verificando ocasionalmente su reloj y mirando por la pequeña ventana sucia que daba vista a la carretera de tierra. Su apariencia estaba muy diferente del hombre elegante y siempre bien vestido que conocía. El cabello despeinado, la barba sin afeitar, la ropa arrugada: era como si las últimas semanas de vida como fugitivo hubieran cobrado su precio.
—Debes tener hambre —dijo de repente, girándose hacia mí e indicando una bolsa de papel que estaba sobre una mesa improvisada hecha de cajones—. Traje unos sándwiches.
Lo miré con incredulidad.
—No voy