87.
Él rugió como un toro herido, girando su cuerpo con un poder devastador. El mazo barría el aire como un vendaval de acero.
Pero Mariel no necesitaba resistir. Solo evadir. Saltó hacia atrás, luego hacia un costado, su cuerpo ligero como un suspiro. Cada paso era una danza. Cada evasión, una obra de arte. Y entre movimiento y movimiento, su hoja encontraba carne: un rasguño en el hombro, un tajo superficial en el costado.
Su estilo no era agresivo. Era quirúrgico.
El hombre se enfureció más. Gritó —¡Quédate quieta, maldita bruja!
El mazo cayó con toda su fuerza, apuntando al suelo bajo sus pies. Mariel saltó justo antes del impacto, usando la onda expansiva para impulsarse hacia arriba. Por un instante, su figura voló sobre el gigante, sus espadas cruzadas sobre su pecho.
—Te lo advertí —susurró para sí.
Cayó detrás de él y, con un movimiento giratorio, clavó ambas espadas en la parte trasera de sus rodillas. El gigante cayó de bruces con un rugido de dolor, perdiendo por fin el control