DE UNA DIABÓLICA REDENCIÓN (4)

Yo lloraba amargamente y se acercó a mí, consolándome como lo habría hecho mi padre.

—Quizá si te cuento algo podrías aprender de mi experiencia —dijo dulcemente y se sentó a mi lado—. No es que yo haya sido virgen ni nada parecido, pero cuando vi a Andreina por primera vez, supe que era la indicada. Yo había ido a una firma de libros de uno de mis poetas favoritos. Ella le antecedía con la presentación de su primer libro y estaba sentada a la mesa de los panelistas, y cuando la vi, con toda esa aura y magia que irradiaba, sentí como si un rayo me hubiera quebrado los huesos. Fue un dolor jubiloso que no pude ocultar. La seguí cuando salía y la abordé pretextando interés en su obra. Ella me atendió como a cualquiera, supe entonces que no la impresioné. Sin embargo, no desistí. La perseguí, la indagué, la acorralé.

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